VIII

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Perder la vista había sido bastante desagradable. Estar separado de Percy había sido horrible.

Pero ahora que podía volver a verlo, presenciar que se moría poco a poco a causa del veneno de la sangre de gorgona y ser incapaz de hacer algo por él era la peor de todas las maldiciones.

Bob se echó a Percy sobre los hombros como una bolsa de deporte mientras Bob el Pequeño, el gatito esqueleto, se acurrucaba encima de la espalda de Percy y ronroneaba. Asher se había colgado el bolso con gatitos y sujetó al último en sus brazos.

Bob avanzaba a paso ligero, incluso para un titán, lo que hacía casi imposible que Asher lo siguiera.

Los pulmones le resollaban. Le habían empezado a salir ampollas en la piel otra vez. Probablemente necesitaba otro trago de agua de fuego, pero habían dejado atrás el río Flegetonte. Tenía el cuerpo tan dolorido y magullado que había olvidado lo que era no sufrir dolor.

—¿Falta mucho? —preguntó casi sin voz.

—Casi demasiado —contestó Bob—. Pero a lo mejor no.

«Muy útil», pensó Asher, pero le faltaba el aliento para decirlo.

El paisaje volvió a cambiar. Seguían yendo cuesta abajo, cosa que debería haber facilitado la travesía, pero el terreno se inclinaba en un ángulo extraño: demasiado pronunciado para correr, demasiado peligroso para bajar la guardia

por un solo momento. La superficie a veces era de grava suelta y otras estaba compuesta por parcelas de cieno. De vez en cuando Asher rodeaba unas púas lo bastante puntiagudas para atravesarle el pie y unos grupos de... No eran rocas exactamente. Más bien verrugas del tamaño de sandías. Asher prefería no hacer conjeturas al respeto, pero suponía que Bob lo estaba llevando por el intestino grueso de Tártaro.

El aire se volvió más denso y adquirió un hedor a aguas residuales. Puede que la oscuridad no fuera tan intensa, pero solo podía ver a Bob gracias al brillo de su pelo blanco y la punta de su lanza. Se fijó en que no había replegado la punta de lanza de su escoba desde que habían peleado contra las arai. Eso no lo tranquilizaba.

Percy se bamboleaba de un lado al otro y obligaba al gatito a recolocarse en su nido en la zona lumbar del semidiós. De vez en cuando, Percy gemía de dolor, y Asher se sentía como si un puño le estrujara el corazón.

Le vino a la memoria la fiesta del té en compañía de Annabeth, Piper, Hazel y Afrodita en Charleston. Dioses, parecía que hubiera pasado mucho tiempo. Afrodita había suspirado y se había puesto nostálgica rememorando los buenos tiempos de la guerra de Secesión y el estrecho vínculo entre el amor y la guerra.

Ahora Asher aspiraba a un final feliz. Seguro que era posible, al margen de lo que las leyendas dijeran sobre los héroes trágicos. Tenía que haber excepciones, ¿no? Si el sufrimiento conllevaba una recompensa, entonces Percy y él se merecían un gran premio.

Pensó en el sueño que Percy albergaba sobre la Nueva Roma: ellos dos instalados allí, yendo juntos a la universidad. Al principio, la idea de vivir ahí le había resultado maravillosa y luego sucedió todo lo de los griegos.

Si sobrevivían a aquello... Si Reyna había recibido su mensaje... Si un millón de posibilidades remotas más se cumplían.

«Basta ya», se regañó a sí mismo.

Tenía que concentrarse en el presente, poniendo un pie delante del otro, prosiguiendo la caminata intestinal de una verruga a otra.

Las rodillas le ardían y le flaqueaban como unas perchas de alambre dobladas a punto de partirse. Percy gimió y murmuró algo que él no entendió. Bob se paró súbitamente.

MORTE // PERCY JACKSON Where stories live. Discover now