VIII

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—¡Dé la vuelta!

Reyna no tenía ganas de dar órdenes a Pegaso, el señor de los caballos voladores, pero tenía todavía menos ganas de que la abatieran.

A medida que se acercaban al Campamento Mestizo durante las horas previas al amanecer del primero de agosto, vio seis onagros romanos. Incluso a oscuras, su revestimiento de oro imperial relucía. Sus enormes brazos de lanzamiento se inclinaban hacia atrás como mástiles de barco escorados en una tormenta.

Cuadrillas de artilleros corrían alrededor de las máquinas, cargando las hondas y comprobando la torsión de las cuerdas.

—¿Qué son esas cosas? —gritó Nico.

Él volaba a unos seis metros a su izquierda montado en Blackjack, el pegaso oscuro.

—Armas de asedio —dijo Reyna—. Si nos acercamos más, pueden derribarnos.

—¿A tanta altura?

A la derecha de Reyna, el entrenador Hedge gritó desde el lomo de su corcel Guido:

—¡Son onagros, muchacho! ¡Esos trastos pueden pegar más alto que Bruce Lee!

—Señor Pegaso —dijo Reyna, posando la mano en el pescuezo del corcel—, necesitamos un lugar seguro para aterrizar.

Pegaso pareció entenderla. Giró a la izquierda. Los otros caballos voladores lo siguieron: Blackjack, Guido y otros seis que remolcaban la Atenea Partenos atada con cables.

Mientras rodeaban el margen occidental del campamento, Reyna contempló la escena. La legión bordeaba el pie de las colinas orientales, lista para atacar al amanecer. Los onagros estaban dispuestos detrás de ellos formando un amplio semicírculo a intervalos de trescientos metros. A juzgar por el tamaño de las armas, Reyna calculó que Octavian tenía suficiente potencia de fuego para destruir a todo ser vivo del valle.

Pero ese no era el único peligro: acampadas a lo largo de los flancos de la legión, había cientos de fuerzas de auxilia. Reyna no podía ver bien en la oscuridad, pero divisó al menos una tribu de centauros salvajes y un ejército de cinocéfalos, los hombres con cabeza de perro que habían firmado una precaria tregua con la legión hacía siglos. Había muchos menos romanos, rodeados de un mar de aliados poco fiables.

—Allí —Nico señaló hacia el estrecho de Long Island, donde las luces de un gran yate brillaban a cuatrocientos metros de la costa—. Podríamos aterrizar en la cubierta de ese barco. Los griegos controlan el mar.

Reyna no estaba segura de que los griegos fueran más amistosos que los romanos, pero a Pegaso pareció gustarle la idea. Se ladeó hacia las aguas oscuras del estrecho.

El yate era un barco de recreo blanco de treinta metros de eslora, de línea elegante y oscuros ojos de buey. Pintado en letras rojas, en la proa había un nombre: MI AMOR. En la cubierta de proa había un helipuerto lo bastante grande para la Atenea Partenos.

Reyna no vio ninguna tripulación. Supuso que el barco era una corriente embarcación de mortales anclada de noche, pero si se equivocaba y el barco era una trampa...

—Es nuestra mejor opción —dijo Nico—. Los caballos están cansados. Necesitamos parar.

Ella asintió a regañadientes.

—De acuerdo.

Pegaso se posó en la cubierta de proa con Guido y Blackjack. Los otros seis caballos dejaron suavemente la Atenea Partenos en el helipuerto y acto seguido se posaron a su alrededor. Con los cables y los arreos, parecían los animales de un carrusel.

Reyna desmontó. Como había hecho hacía dos días, cuando había visto a Pegaso por primera vez, se arrodilló ante el caballo.

—Gracias, Grande.

MORTE // PERCY JACKSON Where stories live. Discover now