Capítulo 1

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28 de junio de 2022, La Galera, Tarragona



Aquel miércoles nos levantamos pronto. Era un día muy especial para Beatriz. El final de curso había llegado sin que apenas nos diésemos cuenta, y los niños de su clase habían preparado una serie de bailes para despedir el año escolar. Una celebración que siempre había llegado de forma inesperada en los últimos tres años, desde que había sido escolarizada, y que me hacía sentir igual de incómoda que siempre, y es que, además de la mamá de Beatriz, yo era la veterinaria de La Galera. La persona a la que la mayoría habían recurrido en algún momento en los últimos cinco años y con la que habían vivido muchas más emociones de las que habrían querido. Algunos habían venido para dar las primeras atenciones a sus cachorros, otros para tratar de ayudar a sus amigos algo mayores y otros tantos, menos por suerte, para darles su último adiós. Y todo lo habían hecho de mi mano, lo que me había convertido en una cara demasiado cercana como para no tenerme especial cariño.

Decían que se notaba que quería a sus mascotas. Que incluso sin apenas conocerlas, las trataba con mucho más cariño de lo que hacía la mayoría de las personas, y no exageraban. Formaba parte de mi profesión, sí, pero también de mí misma.

Pero aquel día no estaba en la escuela en calidad de veterinaria, sino como madre de una niña que dejaba el ciclo infantil para iniciar la primaria, y quería disfrutar del espectáculo que habían preparado. Del baile, la música y de unas cuantas horas libres.

Ah, y de mi madre.

Nunca me dejaba sola en los peores momentos, y aquel era uno de ellos. Aunque la fiesta era motivo de alegría para todos, sobre todo para los niños, tan inocentes y dulces, el padre de Beatriz no iba a poder asistir a la celebración. Ni aquella ni a ninguna otra, por lo que mi madre intentaba cubrir su ausencia con su presencia.

—¿Llego tarde? ¡Había mucho tráfico! ¡De veras, a ver cuándo acaban las obras!

—Llegas perfecta.

Mi madre decía que no le importaba coger el coche y hacer casi trescientos kilómetros para vernos, pero se la notaba cansada. Los últimos años habían sido especialmente complicados para mí, y el no tenerme tan cerca como hubiese querido le dolía. Al fin y al cabo, ¿quién no querría cuidar de su hija y de su nieta recién nacida? Sin embargo, por el bien de ambas, había decidido abandonar San Rafael y empezar una vida nueva, y las cosas no me estaban yendo del todo mal. Había logrado abrir una clínica veterinaria con los ahorros que había logrado reunir tras tres años de trabajo ininterrumpido, vivíamos de alquiler en un piso en el centro y tenía un coche de segunda mano que funcionaba relativamente bien. La niña era feliz, el pueblo era agradable y la vida pasaba con relativa tranquilidad... ¿qué otra cosa podría pedir?



—A tu padre le hubiese encantado venir, pero no ha podido. A última hora le han llamado de la reserva y ha tenido que quedarse.

—Últimamente hace muchas horas extra, ¿no?

—Bastantes. Se las pagan todas, ¿eh? Otra cosa no, pero Elinor paga bien a sus trabajadores. Lástima que no les duren apenas los nuevos. ¡Este último año han contratado a diez nuevos guardabosques y se les han ido todos! Los chicos de ahora no tienen aguante.

—Ya, bueno, es un trabajo vocacional. No sirve cualquiera.

—Lo sé, lo sé, pero...

Silencio. Las luces del teatro se apagaron y la sala quedó a oscuras. Los padres dejamos de hablar, o al menos de hacerlo tan alto, y las charlas se convirtieron en susurros que pronto acabaron cuando, al fin, el escenario se iluminó y un par de niñas disfrazadas de margaritas aparecieron para saludar.

El renacerWhere stories live. Discover now