4. El Rojo es mi Color (pt. 8)

345 50 32
                                    

Me alegra encontrarme con que ya está a bordo del auto con el motor encendido, y que se ha tomado la molestia de encender la calefacción. No dice una sola palabra, y ni siquiera espera a que me ponga el cinturón de seguridad para arrancar violentamente.

-¿Cuál es tu problema? - Le digo, enderezándome en la silla. Acelera y frena con brusquedad en cada cruce.

-Cállate, ¿quieres? Tu voz me irrita.

-¿Ahora qué bicho te picó?

-Nunca quieres hablar, ¿y justo en este momento debes hacerlo? Típico...

-Ya, lo siento... -¿Lo siento? ¿De verdad? Esta es una maravillosa oportunidad para hacerle los veinte minutos de camino de regreso un calvario, ¿y voy a desperdiciarla? Ni hablar. - No es mi culpa que...

-No sé como tenías pensado terminar esa frase, pero vamos a saltarnos esa discusión para ir directamente al centro de la cuestión: sí, es tu culpa. Últimamente todo es tu culpa.

-Vaya, qué duro...

Tal vez no sea una idea tan buena el darle una cucharada de su propia medicina mientras está tras el volante... y yo junto a él. No es como si sea mi mejor momento, pero quisiera vivir el tiempo suficiente para poder hablar con Samuel de nuevo, y eso no será posible si Cedric sigue conduciendo como lo está haciendo en este momento.

Me enfurruño en el asiento de cuero y veo pasar el paisaje invernal veloz frente a mí. Ha empezado a lloviznar -otra vez-haciendo que la ciudad parezca incluso más sombría que de costumbre.

Tan pronto se detiene, bajo del auto de un salto. No estaba esperando que hiciera lo propio, y que liderara la marcha de regreso a la casona victoriana, pero lo hace a paso rápido, con las manos cerradas en puño y la cabeza gacha. El inusual ritmo pausado de su caminar ha desaparecido por completo, y ahora parece estar cargando dos toneladas en cada brazo.

Mamá abre la puerta antes de que lleguemos a tocar, y esa parece ser la cura para el repentino mal humor de Cedric, que pone una mano sobre mi hombro. Siento su mano cálida por encima de las tres capas de ropa que tengo puestas.

-¿Ya están de regreso? Los esperábamos más tarde. - Dice papá, apareciendo de la nada junto a mamá.

-El clima jugaba en nuestra contra... -Sonríe Cedric. - Bien, te veré después, Abbie...

-No, espera, Cedric. Tu ropa ya se ha secado. ¿Por qué no pasas y esperas adentro a que vaya por ella?

La obsesión de las personas que se hacen llamar mis padres con tener a Cedric bajo nuestro techo me resulta desconcertante. ¿Es que a caso son tan ciegos como para no darse cuenta de la clase de persona que es? Sólo en este momento está jugando, está interpretando un papel, y es evidente, pero ellos parecen tomar la decisión de pasarlo por alto.

-Lo había olvidado por completo. Gracias, señora Ros. - Cierro la puerta detrás de nosotros, y es como si acabara de ponerme la capa de invisibilidad de Harry Potter. Dejo de existir para papá, pues lo único que parece ser importante sobre la faz de la tierra es hacer que Cedric se sienta cómodo.

Intento escabullirme a mi habitación, pero Cedric me retiene por la manga de la chaqueta.

-¿Por qué no nos sentamos? ¿Quieres algo de beber, Cedric?

-No, Tomás, gracias, pero estoy bien.

-Está bien. Así que... ¿qué tal la película? - Si se supone que sea una conversación como cualquier otra, ¿por qué me siento como si estuviera en el banquillo? Mi padre tiene ese efecto sobre la gente, y lo usa a su favor, pero nunca creí que lo haría conmigo. O con Cedric. Mucho menos con Cedric.

Las Crónicas de Ashbury: El LibroWhere stories live. Discover now