Cuando un hada desea

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Después de eso solo existió su voz desbordante de emoción y la chispa de vida en sus ojos.

Neana pasaba las cartas, se quedaba con ellas el tiempo suficiente para examinarlas y luego las dejaba en una pila frente a ella. Hasta el momento, esas cartas eran su cosa favorita.

Siempre había sentido curiosidad por la tierra humana y esas cartas eran lo más cercanos a todo ese extraño nuevo mundo. Eran tan distintos, sus rostros suaves, sus pieles tan iguales. Eran como un suspiro, mientras que los mágicos eran un grito al cielo.

La siguiente carta le robó la respiración.

Una pareja estaba envuelta en un abrazo lleno de afecto, sus labios estaban juntos, sus ojos cerrados. Era un beso. Pero a ella le pareció más que eso, era más, sin dudas, era el sentimiento. Era el hombre apretando la cintura de su compañera tan fuerte que habían pintado las arrugas en la ropa. Era la mujer acariciando el rostro del hombre en un toque sensible, tímido.

Era una imagen, solo eso, pero Neana tenía la piel erizada. Con su dedo trazaba las líneas del voluptuoso vestido de la dulce mujer.

Hurcan se había callado, se dio cuenta de eso cuando escuchó el sonido que producía el roce de sus dedos contra la pintura.

—Son tan diferentes —murmuró ella, como si contara un secreto—. Pero hacen lo mismo que nosotros, comen, beben, bailan, cantan, besan. Sienten —rió—. La forma en la que hacen esas cosas es lo único que nos diferencia.  Mira su ropa…Ocultan sus cuerpos, los ahogan, mientras que nosotros los celebramos, desvivimos por lo que sentimos —suspiró—. Siempre he querido ir allí, poder conocerlos y mirarlos, me odiarían seguramente, quizás yo también lo haga cuando tenga que cubrirme y esconderme, pero no me importaría.  

Llevó su mirada al silencioso alado, sin soltar la carta todavía.

Hurcan le sonrió.

—No te odiarían, pensarían que eres una especie de diosa —contradijo, imitando su tono.

Neana arrugó su rostro y negó.

—Compararme con un dios es exagerado.

—Si ellos te vieran, sin ningún glamour cubriéndote, caerían sobre sus rodillas para venerarte —prometió con ardor.

El mismo ardor con el que le había dicho que sus alas le pertenecían.

Se sonrojó, su corazón bombeó con fuerza, su piel se sintió pesada y caliente. Nervios. Eso era. Porque su boca se sentía seca y sus piernas temblaron. Sus ojos iban a partes incorrectas de él, percibía demasiado, mucho de él. El olor de su cabello, el olor de su piel, todo mezclado con la esencia misma del lugar y del sol. Podía ver el pulso en su cuello, su garganta moviéndose al tragar saliva. Podía escucharlo.

Hurcan estaba sentado junto a ella, sus brazos casi se tocaban y sus alas los rodeaban. Neana no pudo evitar el impulso de inclinarse un poco más cerca y olfatearlo, como si fuera parte de su naturaleza. Peleó contra la necesidad de estremecerse.

Se inclinó un poco más y entonces él retrocedió.

—No hagas eso —la regañó.

Neana saltó hacia atrás.

—Perdón.

El calor de la vergüenza le quemó el cuerpo.

—No puedes seguir jugando así —gruñó.

Allí estaba el dolor otra vez en sus ojos ambarinos, ya no se escondía, estaba allí, furioso. Pensaba que ella estaba jugando, no lo culpaba, no después de lo que había pasado en su residencia, cuando se había frotado las piernas frente a él, sabiendo que eso lo provocaría lo suficiente como para distraerlo de las preguntas que respondía.

Pero ella había dejado de jugar en algún punto de ese encuentro.

Y no lo estaba haciendo ahora.

—No estoy jugando —dijo, tanto para él como para ella misma.

No lo estaba. Los dioses lo sabían.

Ella quería que la tocara, quería que ese calor desgarrador que emanaba de él la consumiera sin piedad. Necesidades primitivas y banales la golpearon. Tan fuerte. La hicieron jadear. Soltó la carta, porque temía que si seguía sosteniéndola la rompería, tuvo que aferrar sus manos al vestido, haciendo un desastre la tela en sus puños.

No se atrevió a mirar hacia Hurcan. No cuando la sensación no se iba.

Nunca había deseado a ningún hombre y no sabía qué hacer con todo eso que estaba acumulándose bajo su piel, amenazando con hacerla pedazos. Tenía que detenerlo, hacer que se esfumara, pero en lo único que podía pensar era en su piel sintiéndose ansiosa, el fuego derretía sus huesos, nublaba sus pensamientos racionales.

Se iba a meter en problemas, grandes problemas si no conseguía controlarse.

Cuando las hadas deseaban, eso era todo, eran criaturas de la tierra y sus emociones eran tan crudas como la corteza expuesta de los árboles, como la fuerza de la corriente de un rio, como…como tantas cosas intensas.

Intenso.

La estaba sofocando.

Cometió el error de mirarlo, él la estaba oliendo, percibiendo quizás lo que la estaba volviendo loca. Quiso pensar en todas las cosas que odiaba de él, quiso pensar en el hombre que la había recibido en la Casa de Vento ese primer día. Quiso pensar en tantas cosas…Todo se esfumó, lo dejó ir y escuchó a esa jubilosa voz que la animaba a tocarlo, solo un poco, eso sería todo, terminaría cuando se diera cuenta de que no le gustaba.

Porque no le gustaría, se trataba de Hurcan,  el despiadado, el Caballero.

Dejó que esa parte animal de su espíritu la abrasara. Dilató sus pupilas, agudizó sus sentidos.

Y él lo vio, lo vio todo. Sus ojos se expandieron tanto…

Neana se acercó, gateando y puso sus manos en él.

Sobre él.

El Caballero y el hadaNơi câu chuyện tồn tại. Hãy khám phá bây giờ