Cuando un hada desea

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La mesa de la cocina era pequeña, solo para dos personas, tenía un pequeño mantel bordado con margaritas, un florero en su centro y una flor marchita en él. Neana estiró su mano y con apenas una chispa de su poder la flor volvió a la vida.

—¿Siempre has vivido aquí? —quiso saber.

El guerrero que traía su comida desde la habitación no encajaba en ese lugar, él era como la piedra fría de la Casa de Vento.

Hurcan dejó el plato de comida frente a ella junto con el vaso de agua. Tomó el lugar frente a ella con un suspiro. Le hizo una señal hacia la comida pidiéndole en silencio que comenzara a comer, ella obedeció.

—Mi madre estaba obsesionada con los humanos —inició, la mirada fija en la flor que había traído a la vida—. Ella construyó este lugar desde sus cimientos, lo hizo porque sabía que los alados jamás lo encontrarían y porque estaba más cerca de la tierra humana. Nunca le mostró este lugar a nadie, era su secreto, al igual que su fascinación por esas criaturas. Ella solo venía de vez en cuando y llenó todo con los objetos que recolectaba en sus viajes. Cuando conoció a mi padre tuvo que quedarse en Ciudad Alada, él era un alto general y no permitía que su compañera se marchara sin vigilancia. Solo cuando ella estuvo a punto de morir me contó sobre este lugar —se detuvo durante un segundo, respirando profundamente—. Quería que conociera su refugio, ella quería que lo convirtiera en el mío.

Neana volvió a mirar hacia el bordado del mantel y pensó en que algo como eso no podía solo escogerse al azar. Era amor. Verdadero gusto por esas cosas. La madre de Hurcan debió haber escogido todo con consciencia, sabiendo donde las colocaría y que estaría feliz con verlas allí durante el resto de sus días.

Había sido su refugio.

Su hogar. 

Tan alejado de Ciudad Alada como fuera posible.

—Los alados odian los lugares como este —dijo sopesando—. El viento y la arena no son la mejor combinación para sus alas. Ella fue inteligente al escoger este pequeño rincón del mundo.

—Lo sé —él volvió a señalar el plato de comida—. Ahora come. Después responderé todo lo que quieras.

Sus labios se curvaron hacia arriba, tomó el tenedor y comió.

*****
No hizo más preguntas, dejó que Hurcan se entretuviera mostrándole los objetos que su madre había coleccionado en cajas, todos hechos por manos humanas. Había instrumentos de madera, figuras de arcilla, pulseras y collares, muñecas,  cartas pintadas a mano con escenas importantes.

—Son imágenes de la vida cotidiana —explicó el alado—. Las personas tenían que quedarse quietas durante todo el tiempo que el artista estuviera pintándolos.

Sus ojos se expandieron, sostenía una carta que tenía como título “La cena”, había una familia vestida con ropas curiosas en una mesa, todos ellos sonreían mientras se servían la comida. Los colores eran preciosos, Neana pasó su dedo sobre la carta y sintió los diferentes trazos que hizo el pincel cuando la pintura estuvo fresca.

Hurcan seguía señalándole cosas y explicándole como habían sido hechas, ella nunca lo había escuchado así, fascinado, divertido, disfrutando de hablar sobre todo eso con ella. Sus ojos estaban despejados, su cuerpo inclinado hacia las cosas que habían esparcido sobre la alfombra.

Él había querido que ella fuera a descansar, pero se había negado. En cambio, le pidió que la dejara en la sala de estar donde pudiera observar los objetos inquietantes que estaban expuestos en una repisa. Hurcan hizo un lugar para ellos sobre la alfombra donde la dejó con suavidad antes de ir a conseguirle una manta.

El Caballero y el hadaWhere stories live. Discover now