Cortejo

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Estaba decidida. Lo había pensado mucho durante su insomnio. Ella no era como las demás hadas resignadas a conformarse con una “buena vida”, trabajando como servidumbre para personas que no los veían como algo más que esclavos inferiores. Ella era astuta, no tenía que aprender a serlo, ella lo había sido siempre, desde que había trazado su plan para salir de Ciudad Alada. Desde que había decidido renunciar a los grilletes que se enroscaban en sus tobillos desde el día de su nacimiento.

Ella era astuta y no iba a permitirse volver a quebrarse tan fácil. Nada la desviaría de su plan original. Iba a trabajar duro y tomaría cualquier camino que le abriera las puertas a su futuro tan anhelado.

No se iba a amedrentar por una alada despechada. Ni por el Caballero.

Recordó su forma de verlo y grabó ese pensamiento con más fuerza.

Trabajaría duro y no iba a renunciar, porque sabía que en ningún lugar ganaría lo mismo que le pagaban por servirle a Hurcan. Él era un bastardo insufrible, el peor de todos y eso solo lo hacía más caro. Y dinero era justo lo que Neana necesitaba.

Era tempranísimo cuando ingresó en la residencia de su señor, sintió algo indescifrable en su pecho cuando no encontró la caja musical que había traído el día anterior. Quizás la había lanzado por la ventana, Hurcan era tan impredecible como el cielo. No se centró en ello, fijó su visión en su futuro e hizo el desayuno. El desastre de ayer había sido recogido a medias y ella terminó de limpiarlo, pero no entró a la habitación, eso lo haría después.

Cuando los primeros rayos de sol se escabulleron dentro del recibidor Hurcan salió de su habitación con una mirada sombría, hasta que la vio allí, con la bandeja de su desayuno en las manos lista para entregárselo.

—Buenos días, señor —saludó ella, intentó sonreír, pero algo en los ojos de él se lo impidió. Casi podía verse reflejada en ellos, pero no se veía en ese instante, sino a la criatura desconsolada que le había rogado el día anterior.

Él lo estaba viendo también, ella lo sabía.

—Déjalo en la habitación —espetó él, con su usual tono demandante y violento.

Sintió que la seguía con su mirada, sus ojos eran poderosos.

Ella entró a la habitación y la encontró completamente limpia, no había manchas de sangre ni de vidrios, lo de ayer había sido borrado con esmero. Dejó la bandeja sobre la mesa y llevó sus manos tras su espalda lista para retirarse.

—¿Te visitó un curandero ayer? —cuestionó el hombre brutal, sus brazos estaban cruzados sobre su pecho desnudo.

—Sí, señor.

—Bien —respondió tosco.

Ella le pasó por el lado para salir de la habitación, pero él la siguió a la sala ahora impoluta.

—Muéstrame tu tobillo —ordenó de pronto, haciendo que ella se detuviera impresionada. Cuando se giró lo miró con altivez, no pudo evitarlo, no entendía su repentina petición. Él no desistió.

Tragó saliva diciéndose que no era algo…imposible de hacer.

Estiró su pie y tomó las capas de su falda revelando un tobillo fino y pálido, había un aro de plata alrededor, justo donde comenzaba el tatuaje en su piel, era una enredadera con espinas y flores que se extendía hasta los dedos de su pie escondidos por la fina zapatilla.

Hurcan se inclinó incrédulo, mirándolo bien.

—No hay cristales de cortejo —dijo alterado—, ¿Por qué demonios nadie te está cortejando?

Se sonrojó, ocultó su pie de inmediato sintiéndose cohibida.

—No veo cómo es eso relevante o de su interés —se mordió la lengua esperando el regaño, pero eso no sucedió.

Su señor se puso de pie.

—Esta noche algunos alados actuaran como si pudieran tomarse libertades con…la servidumbre. Por lo general las hadas que quieren recibir esa atención descubren sus tobillos para demostrar su disponibilidad.

Ella se quedó pasmada.

—¿Qué? —jadeó.

Hurcan se alejó de ella, hacia la ventana y comenzó a estirarse.

—Tu maldito tobillo sin piedras de cortejo te hará un suplicio esta noche —soltó—. Se me hace irritante que nadie te explicara nada, eso solo demuestra la ineptitud de los tuyos.

—Yo…yo no…

El Caballero se giró tirándole algo que ella tuvo que alcanzar antes de que le golpeara el rostro, era un objeto metálico pequeño, un colgante con forma de alas. Neana cerró su boca abrupta sabiendo lo que esa pequeña cosa significaba, lo que la convertía a ella.

Intocable.

No conocía esa tradición extraña de los tobillos sin piedras de cortejo, pero sabía lo que ese dije metálico otorgaba. Ella nunca había aspirado a obtenerlo, no trabajando con él. No cuando eso significaba que el hada se había ganado la confianza de su señor a tal grado que la hacía intocable para otros.

—Mi uniforme tiene varias rasgaduras, arréglalo ahora —no rompió el contacto visual—. Otra cosa, no se te ocurra acercarte a la mujer de ayer, ¿entendido? Tienes prohibido mirar siquiera en su dirección.

Apenas asintió él regresó a su habitación mascullando algo sobre cómo era posible que ella no tuviera piedras de cortejo.

—No los acepto —respondió con timidez haciéndolo detenerse.

—¿Por qué?

La miró, curioso, esperando ansioso por su respuesta.

—Ser cortejada no está dentro de mis intereses, solo quiero trabajar.

Buscó como un sabueso la mentira, pero no la encontró.

—Bien.

Así concluyó la primera conversación que no la hizo querer asfixiarlo. Ella experimentó una sensación extraña cuando se dio cuenta de eso. Apretó el dije entre sus dedos antes de colocárselo en su tobillera. La visión de unas alas allí hizo que su piel se erizara.

¿No había pensado ayer que nunca podría tener unas?

Ahora las tenía, no eran ni la mitad de buenas que unas reales, pero estas le daban seguridad y le habían sido dadas por la persona de la que menos esperaba recibir cortesías.

Durante el resto de la mañana descubrió que no se trataba de una cortesía, las miradas bruscas de Hurcan cuando ella trastabillaba o hacia alguna mueca le revelaron su verdadera intención.

Era una disculpa.

El Caballero y el hadaМесто, где живут истории. Откройте их для себя