Defensor cruel

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Marllorie y su padre salieron poco después de esa dura amenaza. Neana no se movió de donde estaba hasta que Hurcan le gritó desde la sala que llevara su trasero allí. Estaba furioso, más que eso, pero esa furiosa voz perdió intensidad cuando ella apareció temblando con su ropa aún puesta, tan grande que casi se la tragaba entera.

—Por los dioses, quítate eso, Neana —dijo parpadeando hacia ella, como si no pudiera verla con claridad. Tal vez era eso, ese ojo lastimado se veía terrible. Neana se deshizo primero de la chaqueta que tenía ganchos en la parte de atrás y un cómodo espacio para las alas, los pantalones ya se le habían caído en los tobillos por lo que solo tuvo que patearlos lejos, cuando levantó la mirada Hurcan siguió cada uno de sus movimientos—. ¿Por qué estás aquí?

No tenía que mentir, si mentía él lo sabría, estaba entrenado para saberlo.

—No hay nada para mí en esa fiesta —declaró, fue hacia él, estaba recostado de forma incomoda sobre la madera—. Tiene que recostarse en su cama y curarse, vamos —animó, extendiendo su delgada mano.

Como si alguien como ella pudiera soportar todo el peso de él.

Hurcan se alzó como una ola frente a ella, su rostro manchado de sangre y barro se arrugó, dolorido, tenso. Neana pasó uno de sus brazos por sus hombros y con el otro rodeó su cintura, sin pensar, solo queriendo hacer algo con premura. El alado no dejó que su peso recayera en ella, eso la aplastaría, pero le estaba permitiendo guiarlo con lentitud, acompañándolo cuando solo gemidos salían de su boca apretada.

Cuando pasaron el umbral de la habitación Hurcan se detuvo, respirando con dificultad, Neana no lo presionó.

—Debe gustarte lo que ves, ¿no es así? —balbuceó.

Sintió como si la azotaran una vez más.

—Yo no disfruto por el sufrimiento de los demás —espetó ella, quería morder y así lo hizo—. No soy como los alados.

Un resoplido de risa estremeció el cuerpo del Caballero, dio un paso y luego otro.

Boca suicida —bufó.

Con cada paso que daban las alas de Hurcan rozaban la espalda de Neana, su piel se erizaba ante el tacto suave de sus plumas. Llegaron a la cama y lo ayudó a sentarse, él apoyó sus manos sobre los hombros de ella antes de pasarlas a su cama, lo sintió tomar una respiración profunda cuando terminó de caer sobre el colchón.

Tuvo cuidado con las alas mientras lo ayudaba a subir sus piernas, un chorro de sangre escurrió de su herida cuando ella las elevó. Le dio una rápida revisión antes de moverse para buscar la caja con los ungüentos, tónicos y aceites curativos que el mantenía en su baño.

Él tomó su muñeca, deteniéndola.

—Tengo que buscar los…

—Estuviste en una casa de placer, puedo olerlo, ¿por qué?

Retiró su mano de un tirón, le molestaba su tono de voz, la exigencia, como si tuviera tal derecho. Fue al baño y encontró la caja con todo lo que necesitaba junto al tocador, los olores agradables de los aceites y las especias la ayudaron a tranquilizarse.

—Te hice una pregunta —no pudo terminar la pregunta con el mismo tono, un quejido dolorido lo interrumpió.

Neana siguió sin contestar y se dispuso a revisar los frascos en la caja. Sacó los que sabía que ayudarían a desinfectar las heridas, otros para el dolor y uno para acelerar la curación, estuvo lista después de eso. Lo primero que quiso sanar fue su pierna.

Empapó la herida con el tónico desinfectante, Hurcan se tensó, soltando un gemido e intentando contener otros más con sus dientes apretados. Neana lo chitó con la dulzura de una curandera, con pequeños toquecitos limpió el gran desgarre que solo pudo haber sido hecho con una daga pequeña y filosa. Los vellos de su pierna se aplanaban con cada paso del trozo de tela mojado en la mano de Neana, coló su otra mano bajo su pantorrilla para levantarlo un poco más.

El Caballero y el hadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora