Capítulo 33

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Volver al refugio donde había despertado siendo una criatura de la noche era algo que me esperaba, mas el regreso de Marianne, la creadora de los Bolívar luego de todo lo ocurrido no se me habría pasado por la cabeza ni en mil años.

La niña, pues no había otra forma de describirla, miraba detenidamente a los tres vampiros Bolívar, sus hijos.

—Llegaste tarde, Marianne. Aunque siempre supe que vendrías—La voz de Héctor sonaba agotada, aunque mucho mejor de como había escuchado a Cristóbal luego de haberlo sacado de aquella celda de muerte.

—No fue mi culpa, Héctor. El avión se demoró. Habría llegado antes si hubiese atravesado el océano nadando, pero debo admitir que la comodidad de este nuevo siglo me resulta fascinante.

Lucía miraba a su creadora lo mismo como si observara a un unicornio. Se mantenía en silencio, tal vez por la sorpresa. Si ella estaba así, Cristóbal estaba peor. De repente, no era capaz de escuchar nada proveniente de su cabeza. Estaba sellada, protegida por alguna especie de muralla.

Él y yo nos hallábamos sentados en un largo sofá arrumado por los siglos y desgastado por el uso. Su rostro se hallaba reposando en mi regazo, mientras que sus ojos blancuzcos se hallaban cerrados. Debía hallar alguna manera de devolverle la vista, de algún modo lo haría. Así tuviera que regresar a ese castillo del demonio.

Héctor se carcajeó levemente por el comentario de Marianne, quien echaba un ojo examinador a toda la habitación. Estaba de pie, por lo que vi cuán pequeña era. Sus facciones poseían aún la redondez de la infancia, por lo que tuve el impulso de preguntar cuál era su edad. 

Recordé vagamente una vez en la plaza del pueblo, cuando Cristóbal me reveló que aquella criatura provenía de la Antigua Grecia.

—Te contuviste de matar durante el viaje, por lo que veo. Siento tu sed, Marianne—fueron las cautelosas primeras palabras de Lucía, quien se acercó a su marido para inspeccionarlo de cerca. Después de todo, había salido recientemente de una especie de coma inducido por la magia del Cetro de Hueso de la reina Alaysa, destronada en un acto de justicia.

—Sí, no quería causar alboroto. Europa anda muy sensible con la muerte y los pensamientos de tristeza de los humanos me agobian. La verdad casi no necesito alimentarme. Casi tres milenios de vida me han reducido el apetito.

Apetito. Sed. Sangre.

Una molestia insoportable se apoderó de mi garganta. Parecía estar seca, rasposa, incómoda. Si aquella era la sensación que les indicaba a los vampiros que había llegado la hora de alimentarse, pues los entendía bien, pues era en realidad incómoda. No podía hablar, pues las ideas se mezclaban en mi cabeza para terminar desapareciendo, en su lugar aparecían las gruesas venas del cuello de Stefan Deville...

—¡Ah!—grité, poniéndome de pie y casi hago que Cristóbal cayera al suelo, de no ser porque lo sostuve.

—¿Qué pasa, cielo?—inquirió Marianne. La dulce voz de niña era música para mis oídos, pues en muchas de las veces en las que pensaba en ella me la imaginaba con una voz de mujer fatal. 

Me llevé la mano izquierda al cuello. Traté de tragar saliva, pero se me hacía difícil. TUve que acomodar a Cristóbal en el sofá para que descansara mientras mis deseos por beber sangre se intensificaban. ¿En qué me había convertido?

—Ya veo, tienes sed.

Asentí a la afirmación de la antigua inmortal. Quizás aquella sensación se había bloqueado debido al estrés y las fuertes emociones que había tenido desde el instante en que abrí los ojos convertida en un vampiro, pero ahora que todo estaba relativamente en calma la sed había salido a la superficie y no planeaba cesar.

Cénit (Sol Durmiente Vol.3)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora