Capítulo 23.

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La moribunda luna me dio la bienvenida a la ciudad de Caracas cuando llegué a las cuatro de la mañana, apenas una hora y media antes del amanecer. Tenía que darme prisa, por lo que hundí el acelerador hasta que tocó el suelo del deportivo, porque todavía me quedaban veinte minutos más de viaje hasta San Antonio.

No me había querido despedir de Celeste, de papá o de Ángel. Ellos estarían bien, ya nada podía hacerles daño mientras yo estuviera lejos de ellos para acabar de una vez con todos los horrores que habían empezado hacía poco más de un año, en el estacionamiento de un salón de fiestas. En mi mente solo había una persona: Cristóbal.

Una vez allí, correría hacia él, hacia el amor de mi vida, hacia el hombre que me había salvado de tantas maneras a pedirle que me perdonara por haberle roto el corazón, además de prevenir que algo terrible fuese a ocurrirle.

Había huido como una cobarde, temiendo por cosas que pensaba que se escapaban de mis manos cuando estaba demasiado claro que no era así. Yo siempre había sido la solución a todo. En mi poder estaba detener una masacre.

Aún las palabras de Laura se aremolinaban en mi mente, obstruyendo cualquier otro pensamiento más allá. Tres días eran más que suficientes para evitar que el aquelarre de Alaysa atacara la mansión de los Bolívar, buscar una solución a todo lo que estaba ocurriendo sin pérdidas graves, tanto materiales como humanas.

El pacto de paz se había roto, eso estaba claro. Me imaginaba que desde la muerte de Sonia, ninguno de los tres vampiros se atrevió a salir a cazar en los bosques alrededor del pueblo, por lo que se irían a alimentarse en Caracas. Los Bolívar eran relativamente inmortales, excepto por algunas cosas que podían dañarlos severamente tal y como percibí con mis propios ojos unas cuantas horas atrás. Si se metieran en el bosque de San Antonio, la reina de las brujas estaría esperándolos con toda su ira.

Había bajado las ventanillas del deportivo para recibir el aire fresco que caracteriza a la capital mientras manejaba, cuyas calles incluso a esa hora se hallaban con varios vehículos e incluso transeúntes; algunos para llegar a tiempo a sus respectivos trabajos, gente que vivía en las ciudades dormitorio como San Antonio; otros, regresando de alguna fiesta en las numerosas discotecas.

«Si tan sólo yo estuviese aquí por eso» pensé, nostálgica.

Antes, cuando mi relación con Cristóbal no había sido quebrada por tantos acontecimientos que insistían en terminarla, solíamos ir a restaurantes famosos de la ciudad, aunque sólo era para que él me viera comer...

Negué con la cabeza.

-Niña tonta.

Nada de eso volvería a ser si yo no era lo suficientemente audaz al volante y darme prisa. Cada vez que echaba un vistazo al cielo me parecía ver que estaba más claro, lo que me dejaba con menos tiempo para escapar con Cristóbal a donde nadie volviera a encontrarnos ni a hacernos daño.

Fue entonces cuando observé el letrero que indicaba la ruta para ir a San Antonio. Un letrero que pensé no volvería a ver otra vez en mi vida. Al ver el verdor de aquel rectángulo metálico, suspiré de alivio.

Giré a la izquierda para empezar los veinte minutos, quizá menos, de marcha hasta la montaña, el camino que separaba la ciudad del pueblo, lo grande de lo pequeño, lo mágico y lo terrenal. Aquel camino estaba plagado de cuentos y leyendas acerca de criaturas bebedoras de sangre que rondaban el bosque a su alrededor, pero en la conciencia colectiva sólo eran eso, leyendas.

Lo cierto era que muchas otras cosas habitaban entre los árboles y la niebla, cosas que nadie debería saber pero que yo conocía.

El camino se convirtió en una serpiente, cuando cada tantos metros debía detenerme para girar en la curva que me llevaba cada vez más arriba. Habían varios jeeps que eran los encargados de hacer de transporte público quienes eran expertos conductores de aquel camino montañoso. La carretera estaba sola, pero cada cierto tiempo pasaba uno que otro auto descendiendo a Caracas.

Cénit (Sol Durmiente Vol.3)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora