Capítulo 26

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En el mundo de los inmortales, es curioso comprender el valor que posee la vida humana y sus relaciones. El amor, la amistad; esos lazos fraternales que son irrompibles son algunas de las cosas que más atrae a los vampiros respecto al comportamiento de los que, al contrario de ellos, sólo permanecen una temporada corta en este mundo y lo dejan para no volver más.

Lo que les causa curiosidad es el hecho de que nada los obliga a permanecer al lado de esas personas que los mortales dicen amar. Nada. Ellos en lugar de aprovechar el poco tiempo de vida que tienen viajando por el mundo y disfrutando de los placeres básicos que este puede ofrecer, prefieren quedarse en casa y formar familias, crecer mutuamente, seguir al lado de sus seres queridos hasta que llega la hora.

Los inmortales creen que tal vez ese don oscuro no lo merece cualquiera, que sólo los que de verdad se sienten desapegados de todo afecto o vínculo emocional son dignos de vivir eternamente.

¿Pero qué sucede cuando aquellas emociones, consideradas tan despreciables y primitivas por los vampiros, se adueñan del corazón inmóvil de alguno de ellos?

Cristóbal Bolívar había esperado recuperar algo de su antigua humanidad, sentir esa calidez en el pecho al ver a la persona más importante para él. ¿Era acaso él una anomalía entre los eternos? Tal vez, porque el amor que él profesaba hacia Rosa Arismendi era puro y verdadero. Había estado esperando sentir aquello desde que había cumplido los veinte años, cuando apenas era un soldado enlistado para la guerra, cuando aún su corazón latía con fuerza de vida, cuando no conocía el horror que venía con la maldición de vivir para siempre.

El más joven de los tres vampiros Bolívar estaba afuera de la enorme mansión que parecía estar incrustada en la montaña, observando cómo se encendían las primeras luces de las casas del pueblo que él había ayudado a crecer, indicando que se acercaba la noche. La primera noche sin luna en un mes.

A pesar de todos los esfuerzos por hallar a la reina de las brujas durante las pocas horas que les quedaban para explicarles que Ariel, la criatura que había asesinado a todas esas brujas, había muerto, había sido en vano. La ubicación de la guarida secreta del aquelarre de Alaysa era un misterio, y ellos estaban seguros que ella, tras todos esos muros encantados, planeaba una masacre.

La reina estaba convencida que matando a los Bolívar, se libraría de una vez por todas de lo que fuese que estaba acabando con las vidas de su gente. El problema era que, además que los tres vampiros eran completamente inocentes de tal crimen, ella también planeaba encontrar a Rosa y destruirla.

«No puedo permitir que eso ocurra». Pensó Cristóbal con tristeza, dándole la espalda a San Antonio y observando la casa en la que había vivido tantos años y había sufrido tantos cambios según pasaban las décadas. El color ámbar de sus paredes había sido escogido por Lucía, su hermana mayor, quien adoraba la decoración.

«Si algo les pasara... Yo...» El vampiro se interrumpió a sí mismo, pues vio a su Héctor, su otro hermano, materializarse a su lado.

—Linda vista, ¿eh? Aunque estás viendo para el otro lado, gafo.

Cristóbal sonrió ante el comentario de Héctor, pero fue una sonrisa breve, casi inexistente.

—Héctor, yo...

—Sé lo que vas a decir—le interrumpió el rubio, mirando con sus ojos verdes claros al vampiro de ojos azul oscuro. Le tomó ambos hombros y le abrazó. —Pero no lo digas, ¿de acuerdo? No tengo nada que perdonarte. Lo has hecho todo bien, hermanito.

Se separaron del abrazo pero siguieron frente a frente.

—¿Cómo sabías que iba a pedir perdón?

Cénit (Sol Durmiente Vol.3)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora