Capítulo 28: Cielo.

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La luz era cegadora. Parpadeé varias veces debido al brillo intenso, hasta que al enfocar finalmente la vista noté en donde estaba.
La luz en realidad era todo lo que ocupaba el espacio. No había arriba ni abajo, ni izquierda ni derecha. Parecía estar suspendida en una especie de halo blanquecino, como una piscina hecha de luz. Inhalé profundamente, pero el aire del lugar parecía ser inexistente.
«Entonces, ¿cómo es que no me estoy asfixiando?» pensé. Todo se sentía raro, sentía como si siempre hubiese estado allí, pero a la vez como si hubiese venido de otro lugar, un sitio extraño y sucio, muy ajeno a este lugar donde la paz reinaba absolutamente. Mi mente estaba dividida entre ese lugar tan relajante y otro mundo donde todo era angustia y dolor.
De pronto, recordé lo que había pasado.
Estaba conduciendo el deportivo azul, un regalo de Cristóbal, cuando un árbol cayó estrepitosamente en la carretera e impacté contra él. Recordé atravesar el vidrio del parabrisas, cientos de cristales cortándome. Me toqué con rapidez el rostro, pero no tenía heridas.
Mis brazos estaban igualmente intactos, y al ver el resto de mi cuerpo, me percaté que estaba desnuda.
No había nadie allí que me viera “arropada por el cielo”, como decían las brujas cuando alguien se encontraba desnudo, por lo que no me preocupó. Es más, pronto la angustia de saber que había muerto fue desvaneciéndose a medida que estaba más tiempo en ese lugar.
Porque si de algo estaba segura, era que estaba muerta. Ningún humano habría sobrevivido a tan fatal colisión.
«¿Así se siente estar muerto?» pensé de nuevo, pero mis pensamientos parecían salir de mi cabeza y rebotar en las inexistentes paredes de donde me encontraba.
—Qué fuerte has sido, cariño—dijo una voz melodiosa, suave como una campanilla de cristal. Una voz que pensé que no escucharía más nunca.
—¿Mamá?— hablé por fin. Mi voz era igual a cuando estaba viva, o quizás un poco más alegre.
Nadie respondió. Al menos no al instante, por lo que comencé a dudar si lo que había escuchado fue tan solo una alucinación, una especie de broma pesada del mundo de los muertos.
¿Cuánto tiempo había pasado desde que desperté y estuve allí? No sabía, no me importaba. Si ese lugar era el purgatorio, el lugar a donde se dirigen primero las almas para ser juzgadas, pues no me quejaba en quedarme allí el tiempo que fuese necesario. Mil vidas humanas no serían suficientes para expresar la paz que sentía estando allí.
Continué flotando en ninguna dirección en específico, moviendo mis extremidades a través del espacio como si estuviese nadando. Cuando estaba viva y era una niña, había practicado natación. Recordé que era muy buena en ello. En ese mundo etéreo, la vieja fractura que me impidió ser una estrella del deporte no existía. Ningún dolor, ninguna tragedia. Casi podía sentir felicidad.
Casi, porque ahora podía recordar todo. Todo el sufrimiento, todas las lágrimas. Todas las personas a las que había dejado atrás y que ya no volvería a ver hasta que llegara su turno: Mi padre, mi hermana y Stefan. También estaban aquellas personas que no podrían seguirme a este lugar jamás, pues su existencia estaba atada al mundo para siempre: Ángel, Lucía, Héctor y Cristóbal.
—Mi Cristóbal, te amaré para siempre— no pude evitar sentir tristeza. Todos los sentimientos allí eran tan vagos y distantes que parecían difuminarse en el tiempo como el humo de una vela. Sin embargo, el amor que sentía por aquel hombre que me había amado seguía tan vivo como todos ellos, y continuaría eternamente.
—Lo amas, ¿verdad?— dijo la voz de mi madre nuevamente, mucho más cercana que antes.
Miré hacia todos lados, trescientos sesenta grados de visión a través de un espacio luminoso. Sin rastro de dónde provenía la voz.
—Sí—respondí—Nunca dejé de hacerlo y nunca lo haré.
Fue entonces cuando vi algo en la distancia. Era diminuto al principio, pero a medida que se aproximaba se hacía más evidente que se trataba de una persona.
A cierta distancia, mi corazón dio un vuelco al percatarme que se trataba de mi madre, tan joven y perfecta, sin mácula, sin cáncer. Su cabello lacio y castaño, similar al de Celeste, era abundante y rebozaba de brillo, al igual que todo su ser. Se detuvo a unos pocos metros de mí, y estiró sus brazos.
Me di cuenta que ahora estaba vestida con una túnica blanca, igual a la que ella tenía. Di un paso en su dirección, y en cuanto noté que podía caminar de manera normal, corrí a su encuentro. Necesitaba saber que todo aquello no era una ilusión, que en verdad estaba viéndola luego de tantos años. Mi madre me había venido a recibir en la entrada del cielo.
Ese contacto fue lo más cálido y lleno de amor que pude haber sentido en toda mi vida. Los chorros de felicidad eran disparados por todo mi cuerpo mientras que las lágrimas brotaban solas. Mi mamá estaba allí para mí. Era real. Podía sentirla.
—Mamita—dije entre sollozos—no tienes idea de lo mucho que te he extrañado. ¡Cada día que pasaba te extrañaba más!
—Mi hermosa hija, todo va a estar bien. También te eché mucho de menos— me dio un beso en la cabeza luego de decir esto. Ninguna de las dos tenía intención de separarnos de aquel abrazo. Quería estar junto a ella para siempre, como sería de ahora en adelante.
—Lo siento, mamá. Quise solucionar todo. ¡Quise volver y reparar el daño que había causado! pero…
—Eso ya no importa. El daño fue arreglado apenas decidiste volver. Cristóbal te ama más que a nada, y tú sientes lo mismo por él.
¿Mi madre sabría todo sobre Cristóbal? ¿Sabría que era un vampiro? ¿Sabría que estuve a punto de casarme con él? Mis preguntas fueron respondidas como si ella fuese capaz de leer mis pensamientos.
—Claro que lo sé todo, querida. Sé lo que es él. Nunca he dejado de cuidarlos.
Eso me recordó al extraordinario descubrimiento sobre los orígenes de mi madre. Cuando supe que ella había sido una entidad que nos protegía de la maldición que cae sobre nuestra familia y que había decidido volverse humana al enamorarse de mi padre. Esta vez, me separé del abrazo para verla a los ojos. Habían rasgos de ella muy similares a los míos, menos el color de ojos. Aquella tonalidad avellana le había tocado a Celeste.
—Mamá… Tú eras… una…
—Sí, cariño. Yo fui una portadora de luz, igual a Ángel.
Escucharlo de su boca fue más de lo que pude haber pedido.
—¿Por qué lo hiciste?
—Por la misma razón por la que tú regresaste al pueblo a salvar a Cristóbal. Yo amaba a tu padre. Muchísimo. Todavía lo amo.
—¿Y decidiste dejar todo lo que eras por él?
Mi madre se encogió de hombros y sonrió. Yo le imité la sonrisa.
—Los Arismendi son encantadores. Quizás ese encanto sea parte de la maldición.
Entonces era completamente cierto todo. Que Ángel lo dijera era una cosa, pero estar en ese lugar con mi madre, muerta cinco años atrás, y que fuese ella diciendo todo, era como escucharlo por primera vez.
—Sí, Rosa. La maldición es cierta—La voz de mi madre adquirió un tono siniestro. —Cuando tu abuelo era joven, salvó a una linda muchacha de un peligroso demonio que juró vengarse de todo el que llevara su sangre. Todos los Arismendi corren un grave peligro. Las maldiciones demoníacas son difíciles de romper, diría que imposibles. Eso fue un duro golpe para mí, quien había protegido a tu familia desde que nació el linaje Arismendi, siglos atrás.
—¿Mi abuelo?— Estaba atónita, escuchando la razón detrás de toda la historia de mi familia y el porqué de la maldición.
Las cosas que has oído sobre Felipe Arismendi suenan un poco descabelladas, pero no son del todo falsas. Tu abuelo nació con un extraño poder que le permitía ver cosas. Cosas que se supone no deben ser vistas por humanos.
—Eso quiere decir… ¿El abuelo Felipe veía fantasmas?
Mi madre asintió.
—Recuerdo la noche en que Felipe nació. Fue la noche en la que el Cometa Halley pasó por la Tierra, dejando un deslumbrante halo de luz que todos confundieron con el fin del mundo. El Cometa no hace daño por sí mismo, pero muchas cosas raras ocurren cuando éste atraviesa el cielo nocturno.
»Esa noche, luego que la madre de Felipe diera a luz a su primer hijo, tuvo un sueño. Mejor dicho, le advertí mediante un sueño (recuerda que los portadores de luz no podemos interferir directamente, pero de vez en cuando se nos olvida) —me guiñó el ojo al decir aquello—que el niño sería alguien especial. Alguien importante, y alguien a quién había que cuidar tanto de las cosas visibles como de las invisibles.
»Desde que tu abuelo se enfrentó a aquella criatura por salvar a aquella joven, quien resultó ser tu abuela, fue el inicio de mi lucha contra todo lo maligno que quiso acercarse a ustedes. Eso, claro, fue hasta el día en que decidí que una vida como humana al lado de tu padre era más que suficiente. Decidí ser humana, estar junto a él, amarlo como una mujer puede amar.
»Ángel llegó a reemplazarme apenas unas pocas semanas luego de casarme con tu padre. No podía verlo, claro, pero sentía su presencia. Fui yo quien le pidió que cuidara de ti en tu estadía en la universidad. En Caracas estarías sola, expuesta. No podía permitirlo, sabía lo que pasaría si te alejabas de casa.
—Mamá, él estuvo a punto de hacer lo mismo que tú hiciste. Casi deja de ser un portador de luz por mí. Menos mal que no lo hizo, porque nos salvó a Celeste y a mí de una muerte segura. Lamento mucho no haberle agradecido todo lo que hizo por nosotros, en serio que sí.
Comencé a sollozar de nuevo, pues el arrepentimiento dolía en el pecho como una puñalada recién hecha. Tantas cosas que quise haber hecho. Ya no servía de nada. Todo había terminado.
Mi madre me quedó mirando fijamente, igual a cómo lo hacía cuando era niña y hacía o decía algo inapropiado. Me sequé las lágrimas y me mordí el labio inferior. Ella sonrió.
—Te has convertido en una mujer hermosa—dijo al cabo de unos segundos en silencio.—Ya veo por qué Cristóbal se enamoró de ti. Eres su ama gemela.
Fruncí el ceño ante lo que había dicho.
—No entiendo a qué te refieres—admití.
Mi madre sonrió otra vez, mostrando una linda hilera de dientes. Era tan hermosa como la recordaba, antes de que el cáncer se la llevara poco a poco, erosionando su belleza y su fuerza, debilitándola como lo estaba haciendo conmigo. Ella había sufrido tanto, y durante años sentí algo de rencor por habernos dejado a mi hermana y a mí. Un rencor que ya no sentía, claro.
Con el paso del tiempo me fui dando cuenta que no había sido su culpa. Todo había sido simplemente una serie de eventos desafortunados que, ahora que lo sabía todo, se debían a la maldición Arismendi.
—Para todo existe una razón, mi cielo. Por algo fue que Cristóbal eligió no morir en aquella horrible batalla y decidió convertirse en lo que ha sido desde entonces. Por algo fue que enviaste tu resumen a la editorial, sabiendo que una novata jamás tendría oportunidad. Por algo fuiste elegida para asumir ese cargo sin tener alguna experiencia. Ustedes estaban destinados a estar juntos.
¿Por qué había sido tan ingenua? Claro que el destino existía. Las casualidades no. Todo lo que me decía cobraba sentido a medida que revivía lo que ocurrió desde el momento en que vi ese anuncio en el periódico. Sonreí al darme cuenta que él era para mí y yo para él, sólo que había sido muy idiota para notarlo.
—Cristóbal te estuvo esperando por más de cien años, y ahora te ha encontrado.
Mi sonrisa se desvaneció al instante.
—Pero ya no podremos estar juntos.
Esta vez, fue mi madre quien frunció el ceño.
—¿No?
—Mamá, estoy muerta. Él es un vampiro. No volveré a verlo jamás.
Mi madre miró hacia abajo, como si estuviese a punto de decir algo pero le apenaba revelarlo. Alzó de nuevo su rostro y noté que estaba lleno de lágrimas.
—¿Qué tienes? ¿Mamá, qué pasa?
Estuve de nuevo entre sus brazos, pero algo era diferente. Sus brazos me presionaban como quien se aferra a algo que sabe que debe dejar ir.
—Mi niña, tienes la opción de volver— me dijo en un susurro.
Me separé de ella debido a la sorpresa. Le miré directo a los ojos, esperando ver en ellos algún rastro de burla o de mentira. No lo había.

—¿Hablas en serio? Pero, ¿cómo?— Me toqué el pecho. Había una sensación extraña allí, como cuando sientes que vas a caer pero no lo haces. Mi madre asintió.

—Ángel guardó en tu interior algo de su luz, para que hallaras el camino cuando todo estuviese cubierto de tinieblas. Tienes una oportunidad de volver y vivir.

—Pero, eso significa que si regreso...

—No volveré a verte nunca más— mi madre sollozó de nuevo al decir esas palabras. Esa sensación en el pecho se agudizó y se extendió hasta mi garganta, cerrándola en un nudo apretado que sólo se liberó cuando gruesas lágrimas corrieron por mis mejillas.

—Mamá... No quiero dejarte.

—Tienes que hacerlo. Quiero que mi hija sea feliz, que viva todas las experiencias que el mundo y la eternidad ofrecen cuando estás con quien amas.

—Te amo, mamá— Había tenido la oportunidad de despedirme, tantos años después de su partida. Quería que lo supiera, quería decirle lo mucho que lo sentía, pero al acercarse y darme un tibio beso en la frente, desperté.

Cénit (Sol Durmiente Vol.3)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora