Capítulo 1: Puerto La Cruz, Venezuela. Octubre de 1988.

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 «Un hilo rojo invisible conecta a aquellos

que están destinados a encontrarse,

sin importar tiempo, lugar o circunstancias.

El hilo se puede estirar o contraer, pero nunca romper»


Texto literal de la creencia de Asia Oriental (China y Japón)

La luz del sol se filtraba por los vitrales de diversos colores, haciendo que un arcoiris se dibujara en el interior del templo de oración. Las figuras coloridas de ángeles y escenas bíblicas parecían cobrar vida cuando el astro rey las hacía reflejarse en el suelo y los altos pilares de la iglesia en la que me encontraba.

El centenar de voces de los feligreses se elevaban y rebotaban con el eco del amplio techo de la Catedral de la Santa Cruz, el centro religioso más imponente de toda la ciudad. Con los cantos y plegarias de aquella misa de octubre, podía sentirse algo que penetraba los muros, traspasando la solidez de la materia y convirtiéndose en una energía que ascendía a las alturas.

En el tercer banco a la izquierda, entre todos los feligreses que entonaban la magnifica versión de la oración que un carpintero les enseñó a sus seguidores hace más de mi años, me encontraba yo. Estaba de pie, al igual que todos los presentes, escuchando atentamente las melodías de la canción.

"Padre Nuestro que estás en el Cielo, santificado sea tu Nombre"

Podía sentir la fe con la que los asistentes a aquella misa cantaban a Dios, esperando que Él les diera su favor; como si aquella oración cantada tuviese algún efecto redentor y purificador de las almas de los fieles católicos. 

Yo no cantaba. No sentía la necesidad de hacerlo, a pesar de que me sabía la letra a la perfección. Simplemente me mantenía de pie con las pocas fuerzas que parecían quedarme. Incluso no podía sostener mi cabeza en alto, por lo que me resigné a mirar un brazalete de plata que colgaba de mi frágil muñeca.

"Venga a nosotros, ven a tu Reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo"

Una vez, otra persona tuvo este brazalete en su muñeca. Otra mujer. Una que por circunstancias de la vida, tuvo que dejar de usarlo para siempre y dárselo a otra persona para que recordara que el amor que esa mujer sentía por su familia era más grande que la muerte. 

En esa misa de octubre, el brazalete de mi madre brillaba delicadamente, como si aquella luz no proviniera del efecto del sol sobre los paneles de vidrio de aquella iglesia, sino como si tuviera la capacidad de emitir tales destellos que me lastimaron levemente los ojos. 

La Catedral de la Santa Cruz no era exactamente una iglesia antigua. Según lo que había investigado para uno de mis trabajos de reportaje en la universidad dos años atrás, descubrí que la imponente edificación había sido construída sobre un cerro denominado "El Vigía", en los tiempos en los que el auge petrolero de la ciudad comenzó. Fue el primero de noviembre de 1942 cuando la última piedra de aquel templo fue colocada, por lo que estaba a menos de un mes de cumplir apenas cuarenta y seis años. La iglesia era incluso más joven que mi padre, quien tenía cincuenta y cinco.

"Danos hoy nuestro pan de cada día, perdona nuestras ofensas así como nosotros perdonamos a quien nos ofende"

Estaba sola en aquel lugar, me había escapado de mi casa luego de una semana sin haberme podido levantar de la cama. Mi padre me había visto 'con cara de enferma', según sus palabras, y me obligó a acostarme cuando me tocoó y vio que ardía en fiebre. Tal vez todavía estaba algo caliente, porque incluso con tantas personas reunidas en aquel domingo no estaba sudando. Aunque tal vez se debía al hecho de que la mentira en la que se había convertido mi vida en los últimos meses me estaba volviendo cada vez menos humana.

Cénit (Sol Durmiente Vol.3)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora