Capítulo 7.

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El olor a penicilina invadía todo el edificio, impregnando incluso la ropa que tenía puesta cuando decidí acudir al hospital para comenzar mi tratamiento contra la leucemia mieloide crónica, el término con el que los médicos se referían al extraño tipo de cáncer que estaba infectando mi sangre, llenándola de más glóbulos blancos de lo normal.

-Este olor me da náuseas- le dije a mi hermana, quien había decidido acompañarme a la primera cita, diciendo que no quería que diera una excusa para huir del centro médico. En la sala de espera de los consultorios había aproximadamente cincuenta personas, todas con algún tipo de padecimiento que se les notaba en la cara. Fiebres, vómitos y cualquier cantidad de enfermedades se alojaban juntas entre esas cuatro paredes pintadas de un pacífico azul claro. Obviamente, la paz del color de los muros no me causaba efecto alguno, pues los hospitales me ponían sumamente nerviosa.

-Cállate y siéntate, me estás haciendo enojar- replicó Celeste, quien me había observado pacientemente durante los treinta minutos que teníamos esperando a que el médico hematólogo apareciera por las puertas de cristal de la sala de espera, que se encontraban abiertas al público desde las ocho y media de la mañana. El aire acondicionado se escapaba por la puerta, pero aun así el olor característico de los hospitales se metía arbitrariamente por mi nariz con cada inhalación, haciendo que mi estómago diera vueltas.

Estaba de pie, caminando de un lado a otro con la intención de que aquel movimiento repetitivo produjese algún efecto calmante. Aún estaba en mi memoria la última vez en la que estuve dentro de un hospital. La mañana en la que perdí el conocimiento frente a Ángel, quien había insistido en ir con nosotras a hacernos compañía. Al igual que yo, se encontraba de pie y su rostro tenía actitud serena, como si estuviese en un restaurante o en el cine y no en ese pabellón de enfermedades.

Me quedé estática, observando la reacción de Ángel cuando de pronto decidió caminar entre los enfermos con mucha lentitud, desfilando su saludable ser ante las caras enfermas de los pacientes que esperaban a ser atendidos.

-Por fin- escuché decir a Celeste, sacándome de mi línea de pensamiento. Mi hermana menor estaba sentada en la larga hilera de banquillos plásticos pegados al suelo por unos tornillos. -Ya son casi las diez y el doctor no ha llegado. Voy a hablar con la recepcionista a ver si me da noticias- se puso de pie en dirección al mostrador ubicado en el centro de la sala, al cual había ido y tres veces en busca de respuesta.

Por mi parte, decidí que era inútil seguir evadiendo en lo que ya estaba metida. Sencillamente había sido una tremenda idiota durante meses, y ahora que por fin estaba haciendo las cosas bien no había marcha atrás. Me senté en el asiento que antes había estado ocupado por Celeste y observé el brillante brazalete que colgaba de mi muñeca izquierda. No recordaba cuándo me lo había puesto o si me lo habría quitado alguna vez. Ese brazalete era un recordatorio constante de los miedos, del pasado que no quería revivir, del nacimiento de una nueva yo. De pronto, comencé a sentir una emoción negativa hacia la pequeña y delicada joya. La odiaba.

De no ser porque en ese momento Celeste regresó con la noticia de que el médico ya estaba en el hospital atendiendo a una paciente, me habría quitado aquella cosa de la muñeca de una vez por todas.

-Celeste- comencé. -Debo disculparme de nuevo contigo. No sé en qué estaba pensando al no confiar en ti y no decirte lo que sucedía. Fui una torpe-Estaba arrepentida de la forma tan odiosa en la que había ocultado mi enfermedad a mi propia hermana. La miré directo en sus ojos, de un color avellanado que casi llegaba al verde. Los ojos de mi madre.

-No fuiste una torpe. Fuiste una idiota. La campeona de las idiotas-dijo Celeste a modo de regaño. Su ceño estaba fruncido, rasgo característico en la chica de largos cabellos castaños-Pero, debo admitir que has sido valiente. Eso es admirable. Mira-señaló con un pálido índice a la puerta de cristal, a través de la cual entró un hombre de estatura promedio, moreno y de lentes. Sobre su traje de tela azul oscuro llevaba una bata blanca y alrededor de sus hombros colgaba un estetoscopio. -Llegó el médico. Por fin tendrás tu cita y te irás de aquí-

Cénit (Sol Durmiente Vol.3)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora