En algún lugar del bosque. Octubre de 1988.

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La cosmopolita ciudad de Caracas y el pequeño, montañoso y nublado pueblo de San Antonio están separados entre sí por muchos kilómetros de bosques espesos, repletos de árboles y arbustos, sin contar con que además existe una amplia diferencia de altura, por lo que el camino a San Antonio resulta empinado y algo difícil de conducir por la única carretera que los une.

Una de las principales áreas boscosas que separan a este pueblo de la capital venezolana es un parque nacional, de hecho el primero decretado en el país, por lo que es impensable en tocar siquiera alguna rama de la flora existente en esa región. La gente de los alrededores tomó también el camino que separa el pueblo de la ciudad como parte del parque, por lo que toda esa extensión de bosque ha sido inalterable por quién sabe cuánto tiempo, dejando crecer unos rumores, cuentos que tan solo los más viejos pobladores de esa área aún recuerdan.

Esas personas solían contar, que entre la oscuridad del bosque y los altos árboles, vivía una bestia que se alimentaba de la sangre de animales, y que ansiaba con desesperación que algún desprevenido se introdujera en el neblinoso follaje para poder beber sangre humana. Pero dichos cuentos fueron desapareciendo con el consiguiente crecimiento de la ciudad y además porque jamás se supo de algún animal con semejantes características.

En esa vieja extensión de bosque, una noche en la que una luna amarillenta iluminaba con especial claridad, Lucía Bolívar corría.

La velocidad no era un problema para Lucía Bolívar, pues era rápida, tanto que era imposible que algún ojo humano lograra verla. Claro, el detalle radicaba en que esa mujer de extraordinaria belleza no era en lo absoluto humana.

Lucía había dejado sus días en el sol hacía mucho tiempo atrás, en la época de la pre-guerra, cuando por cosas del destino su padre mudó a su familia a una ciudad en el nuevo mundo, una tal Caracas, según lo que había escuchado con extremo disgusto.

La chica de veinticuatro años estaba alterada, pues toda su vida estaba hecha en España. Tenía sus amistades, su círculo social, incluso sus tutores que le enseñaban a leer y escribir en cuatro idiomas diferentes a la vez. Pero su padre, un importante político en asuntos exteriores, hizo caso omiso a las peticiones y ruegos de la última de sus seis hijas y la llevó consigo a Venezuela.

El hombre era viudo, pues su esposa había muerto durante el parto de Lucía, cuyo apellido para ese entonces era Saavedra y Torres. En su mente, él no podría dejar a la menor de sus hijas bajo el cuidado de alguna de sus hermanas mayores, pues el viejo hombre sentía que si estaba junto a Lucía, un pedazo de su fallecida esposa le acompañaría.

Las primeras semanas en su nuevo hogar se convirtieron en una pesadilla para Lucía, pues jamás le perdonaría a su padre el haberla obligado a mudarse a un país extranjero, tan poco avanzado y en dónde los nacidos allí le miraban con desdén al ser española. Además, comenzó a discutir casi todos los días con su padre, y cuando no eran peleas, le aplicaba la ley del hielo, ignorándolo por varios días. Ella sabía que esa era la forma más probable de que su padre de verdad supiera que ella era infeliz.

El día en que todo comenzó a conspirar para ponerle final a la mortalidad de Lucía, fue en la fiesta de cumpleaños de su padre. Un año después de llegar al país, los Saavedra y Torres lograron hacerse un estupendo lugar en la sociedad, gracias a sus constantes fiestas y reuniones que resultaban ser un deleite. Para todos menos para Lucía.

En dicha fiesta, su padre le presentó a un coronel del ejército español. Comenzó a nombrarle las múltiples hazañas que había realizado el hombre, un tal Sebastián Márquez. Lucía supo de inmediato las intenciones de su padre: meterle al coronel treintañero por los ojos para que se comprometieran.

Cénit (Sol Durmiente Vol.3)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora