20millones3

Oleh Adharita

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Trescientos años en el futuro la mayor parte del planeta todavía agoniza bajo la nube radiactiva y las consec... Lebih Banyak

20millones3 - Prólogo
Capítulo 1 - 2 de Noviembre: Gente al otro lado
Capítulo 2 - 3 de Noviembre: No como en las películas
Capítulo 3 - 5 de Noviembre: Números bajo la piel
Capítulo 4 - 5 de Noviembre: Siete botellas a medias
Capítulo 5 - 7 de Noviembre: Dejar de esperar
Capítulo 6 - 20 de Noviembre: Todas son casas vacías
Capítulo 7 - 2 de Diciembre: Mal de Watsow
Capítulo 8 - 3 de Diciembre: Podría ser peor
Capítulo 9 - Quince años antes: Faltas menores
Capítulo 10 - 27 de Diciembre: Esperanza de vida media
Capítulo 11 - 8 de Enero: Aire libre
Capítulo 12 - 18 de Enero: Prometiendo golosinas
Capítulo 13 - 25 de Enero: La princesa y los mendigos
Capítulo 15 - 12 de Febrero: Los jardines de otros
Capítulo 16 - 13 de Febrero: No dolerá, te lo prometo
Capítulo 17 - 18 de Febrero: El país de piedra
Capítulo 18 - 21 de Febrero: A mí, en realidad, no me pasa nada
Capítulo 19 - 7 de Marzo: Todo está cambiando
Capítulo 20 - Cuatro meses antes: Nada excepto azul
Capítulo 21. 12 de Abril: Las horas de visita son de nueve a cinco
22. 19 de Abril: As de ácido
Capítulo 23 - 30 de Abril: El día que nunca llega
Capítulo 24 - 2 de Mayo: El principio, el final, la mitad
Capítulo 25 - 14 de Mayo: A las puertas de casa
Capítulo 26 - 14 de Mayo: Todas las mentiras
Capítulo 27 - 30 de Julio: Götterdämmerung
Capítulo 28 - 2 de Agosto: Hasta que alguien pierde
Epílogo
Post-data

Capítulo 14 - 31 de Enero: Sin incidencias

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Oleh Adharita

14.

31 de Enero: Sin incidencias.

—¿Y hermanos después? ¿Nada?

—No.

—Qué horror. Yo una, Soleil, pero no la veo mucho desde que se fue de casa. Vive cerca de las recolectoras del Pacífico... ¿quieres?

—No, gracias. ¿Qué es?

—No sé, me lo dieron en la cafetería. Entonces vienes con nosotros ¿no?

—¿Seguro que se puede?

—Claro que sí, los sorteos son aburridísimos y ya hay exceso de militares todo el resto del tiempo. Pero deja el uniforme en los vestuarios. Sólo por si acaso.

Desde arriba parecía que los aspirantes sólo podían ver a los soldados de servicio, porque era a lo único que prestaban cierta atención además de las pantallas gigantes. Los dos grupos permanecían en sus respectivos campos, inmersos en silencios distintos; el de los aspirantes en la Franja era pesado y zumbón con las conversaciones en voz baja. El de los soldados del Muro, profundamente dormido o alerta; era imposible saberlo.

            Desde dentro parecía que las normas se habían relajado, y que el deambular por el parapeto superior, el nivel más alto de la frontera, era algo que se pudiera hacer todos los mediodías. “Comisionados pero no de servicio” era como Delia había explicado la situación, antes de añadir que si tenían que bajar corriendo a la armería era mejor estar en lo alto del Muro que en sus habitaciones o la cafetería, desde donde se tardaba bastante más en alcanzar los controles de seguridad.

            —Vamos, que tenemos que estar aquí pillando un puto cáncer en vez de ahí abajo con el uniforme adecuado y preparados para impedir que los infraurbanos se nos metan en el salón —había sido la explicación de Casper mientras se unían a la larga cola para subir por las pasarelas. Después de dos horas allí la mayoría de los grupos habían ido dispersándose en largos paseos.

El Muro serpenteaba esquivando desniveles hacia el Este y el Oeste. Había soldados “comisionados pero no de servicio” repartidos en pequeños grupos hasta donde podían ver. El aire caliente pegado a la cubierta asfáltica distorsionaba a los más alejados. Era la primera vez que Aedan subía al Muro de día, sólo para descubrir que bajo el sol incluso la Franja de tierra arenisca con sus arbustos raquíticos parecía más acogedora que el pasillo de cemento. El Muro era como alguna de las carreteras en desuso que se desmoronaban por todo el sur de Utopia desde la purga de automóviles; notaba el calor a través de la suela de las zapatillas. Los más previsores habían ido montando tendidos, aunque de vez en cuando algún superior ordenase echarlos abajo o volver a colocarlos para que resultasen menos visibles desde fuera. El único parapeto que se podía ver desde el suelo era el de la Comandante Hawkins, situado en la zona de guardias. Delia había asegurado que bajo él había algunas sillas para la Comandante y otros oficiales, pero cada vez que Aedan miraba en esa dirección podía verla en pie al borde de la sombra. En el mismo lugar, sin un solo cabello fuera de sitio, primero mientras la Franja iba llenándose y después cuando por fin empezó el sorteo. Casper se había tumbado en una esterilla de aislante térmico y sólo se movía para pasarse una toalla refrescante por la cara y gruñir de vez en cuando. La única que parecía prestarle atención al resto del Muro, al sorteo y a lo que pasaba entre los suburbanos era Delia, parapetada bajo un paraguas negro y con las mejillas cubiertas de la protección solar azul que utilizaba el personal civil. Distribuía su tiempo entre asomarse sobre la barandilla de protección, bailotear para desentumecerse las piernas y acercarse a la sombra en busca de conversación.

—¿Quieres crema? —Aedan negó con la cabeza y Delia se inclinó hacia él entornando los ojos—. Pues ya te están saliendo pecas. Después de las pecas viene el dolor, lo sé por experiencia.

Y dobló las rodillas para sentarse bajo el borde del toldo, aferrada al paraguas con las dos manos. Aedan sonrió un poco y se rascó la nariz, pero no se sentó.

—Tú tienes más predisposición a quemarte —murmuró con las manos en los bolsillos, escuchando la retahíla de números del ministro. A Aedan le gustaban los números que tenían sentido dentro de sí mismos, porque sus cifras seguían un esquema o porque si sumabas los dos primeros más el del medio daban los dos segundos. No pudo fijarse demasiado.

—¿Por qué? ¿Porque soy pelirroja? —exclamó indignada, e hizo girar el paraguas de tal modo que Aedan notó un golpe de aire—. ¿Tu madre no es pelirroja?

A decir verdad, además de curiosa y quizá graciosa Delia resultaba un poco abrumadora; le gustaba más hablar de los demás que de ella misma, y Aedan no estaba acostumbrado a eso. Tenía tendencia a quedar como un idiota. Desde el fondo de la pared, Casper volvió a gruñir.

—Teñíos o id a haceros trenzas ya, joder, qué calor. ¿Cuánto falta? —gimoteó. Delia se encogió de hombros.

—Un rato. ¿Te acuerdas del sorteo en el que entraste? —Devolvió su atención a Aedan y él deseó que no lo hubiera hecho.

El problema no eran las preguntas de Delia, ni la brusquedad de Casper. Con Delia hablaba de casa o de la escuela o de las guardias y, a veces, de Klio. Con Casper entrenaba y hablaba del entrenamiento, o del nuevo equipamiento que probaban en los otros puntos del Muro. Y de chicas cuyos nombres ni le sonaban, aunque conociendo a Casper posiblemente eran los nombres equivocados. Si estaban los tres juntos dejaba que hablaran entre ellos. Se tensó con la pregunta, y pudo ver de soslayo que Casper lo hacía también pero de forma distinta, todavía tumbado y descansando en apariencia pero interesado en la conversación.

—No me acuerdo, sólo tenía seis años. Un día estábamos fuera y otro dentro.

Le bastó echar un vistazo a Delia para comprender que no iba a ser tan fácil. Deseó conocerla más, poder hacer un gesto poco obvio y que ella entendiese al momento que si quería se lo contaría otro día, cuando tuvieran tiempo. Cuando no fuera mediodía en un sorteo, el sol no quemase y estuvieran solos. Le empezaron a picar las manos y sacó la cámara de su bolsa disparando tres veces seguidas; una panorámica algo brusca de la Franja y los espectadores.

—¿Cómo no vas a acordarte? —insistió Delia—. Seguro que hasta sacaste fotografías de todo.

—No teníamos cámara. —Y entonces tampoco la necesitaba, estuvo a punto de decir, o no sabía que pudiera necesitarla. Cuando estuvo a su altura disparó otra vez, hacia Delia. Esa foto tuvo que sostenerla en la mano porque se le habían acabado los bolsillos—. Y además no fue más que un viaje muy largo cambiando de un camión a los barracones y después al tren. Pasé la mayor parte del tiempo dormido o vomitando, creo.

—Así que es verdad que los Orugas de Nuevo México empiezan a deshacerse por dentro si abandonan sus túneles —intervino Casper. Lo dijo sin levantarse, sin apartarse siquiera la toalla de los ojos, y levantó las manos a ciegas en un gesto de miedo teatral—. Se les licuan las entrañas porque sólo respiran aire subterráneo y gasolina. Por dentro debes de tener las tripas como un plato de gelatina. ¿Has subido algo de comer?

Delia se agachó para abrir su mochila y le lanzó un paquete de galletas saladas. Casper había empezado a incorporarse y le acertó de pleno en la nariz, con un crujido de plástico y migas, pero Aedan no prestó atención al despliegue de insultos que siguió. Se alejó un poco y sacudió la fotografía sin mirarla. Ni siquiera era necesario con esa temperatura, en la que el papel se revelaba a toda velocidad y sin zonas irregulares. El ministro anunció más números. Abajo, la coronilla de Hawkins continuaba inmutable. Más abajo todavía los suburbanos iban de un lado a otro envueltos en sus trapos, aplastados por el sol. Diez, veinte, cien... todos se movían así que era imposible hacer una cuenta aproximada del primer cuadrante, bajo la pantalla Este, que a su vez era aproximadamente una octava parte del área más ocupada, más o menos.

No podía saberlo porque, aunque trataba de contar a los más cercanos a la puerta, ellos también se apartaban o acercaban sin orden. No existían las líneas porque la Franja a ese lado, después de todo, seguía siendo las Nethers. La alambrada exterior, al borde de Suburbia, no era más que una ilusión de control que cualquiera podía atravesar de día o de noche y por la que nadie se preocupaba. En la puerta del Pacífico no había sido así en absoluto. Incluso sin haber tenido una cámara, las imágenes de quince años antes eran más nítidas que el desierto que tenía delante en ese momento. Si cerraba los ojos veía las paredes de los corredores que sustituían a las calles en Hermosillo, la ciudad túnel. Ciudad Oruga, como decía Casper. Allí todo estaba hecho de luz verde, siempre temblorosa por los fallos en los generadores, y olía a petróleo y gasolina, un olor extinto para el resto del mundo como decía siempre su padre. Les habían llevado a la puerta del Pacífico en un camión hecho de carroña metálica que traqueteaba igual que la alambrada pequeña cuando iba a haber tormenta. Se acordaba de eso y de que otra mujer, procedente de las colonias aún más al sur de Hermosillo, había tenido un ataque de nervios al ver el final de la Nube. No paró de gritar hasta que la madre de Aedan le dio una bofetada y la obligó a rezar hasta que cesaron los temblores. A él le pidió que contase. Cuando llegaron a ciento doce su padre se había dormido y al resto la luz les hacía daño en los ojos. Su madre dejó descansar a la mujer, gateó hasta sentarse junto a Aedan y le abrazó por primera vez desde la muerte de Sean.

En la puerta del Pacífico no había grandes reuniones para ver las retransmisiones, ni una ciudad de verdad esperando en el lado de las Nethers. Tuvieron que bajarse del camión a quince kilómetros del Muro y pasar allí un primer reconocimiento médico, antes de que les dejasen atravesar la primera barrera. Aunque apenas habían salido media docena de ganadores en toda la zona, les acompañaron veintidós soldados silenciosos y anónimos durante una caminata que duró horas, a ciegas por el repentino exceso de claridad. Habían pasado de vivir bajo la Nube y los techos de la ciudad a caminar al sol, y para cuando alcanzaron el siguiente edificio todos tenían la piel quemada. No recordaba mucho más de las pruebas médicas y la entrada en el complejo de barracones para inmigrantes. El aire limpio le irritó los pulmones, fue incapaz de comer durante días e hizo el viaje en tren hasta UC con tanta fiebre que ni siquiera se dio cuenta de cuándo llegaron y más tarde tuvo que conformarse con las explicaciones de su padre. Por aquel entonces las explicaciones de su padre aún eran fiables.

Unos años más tarde leyó en la escuela que los inmigrantes de las Nethers occidentales tenían un ochenta por ciento más de probabilidades de enfermar al llegar a Utopia, porque era la zona con más población conocida bajo la Nube. Los suburbanos y sus pueblos satélite, las factorías centrales y los grupos nómadas de los eriales vivían al sol, aunque siguiera siendo un Sol distinto que el de Utopia, con reglas propias y amenazantes. Si la Nube estaba retrocediendo, como llevaban diciendo años, no lo hacía sobre las ciudades subterráneas; allí era prácticamente imposible distinguir el día de la noche.

El libro de Sociedad dedicaba un párrafo escaso a los problemas médicos de adaptación de los inmigrantes. También mencionaba “confusión, problemas de visión, fotofobia e insomnio, alteración de los ciclos biológicos” como si fuera una lista de ingredientes para un experimento químico. Aquella lección llegó un poco tarde. Al principio Aedan había creído que la propia Utopia le estaba rechazando como a una transfusión de sangre defectuosa. La desconfianza primaria e instintiva de los recién llegados hacia los médicos utopianos, a los que confundían con aquellos que podían negar la entrada en el Muro, tampoco ayudaba. Siempre tenía la sensación de que en cualquier momento los soldados silenciosos que les escoltaron dentro irrumpirían sin un sonido en el salón y les devolverían al otro lado de las puertas. Otra vez a las galerías de cemento con su luz verde y definida, a mirar el desierto nocturno a través de las claraboyas.

Pero para cuando leyó el párrafo en su libro las Nethers resultaban algo tan lejano que parecía que todo aquello le hubiera sucedido a otro. Él ya era utopiano y no desconfiaba de los médicos, porque sabía que nadie, ni siquiera su padre, era expulsado por una enfermedad siempre que la enfermedad apareciera dentro.

No había ningún modo de contarle todo aquello a Delia sin tener que hablar mucho más de lo que quería.

—Si sigues sacudiendo la foto de esa manera va a terminar borrándose —murmuró ella. Extendió la mano en un gesto elocuente.

Delia examinó la fotografía sosteniéndola de las esquinas, sujetando el paraguas en el hueco del codo derecho. De repente Casper estaba de pie a su lado, apartando a un lado la tela y las varillas, una cabeza más alto que ella y no lo bastante rápido como para hacerse con la foto.

—Escóndela, pero así no te vas a comer una rosca, Valerii. —Si Casper hubiera querido la fotografía de verdad, y no como parte de un juego más, no hubiera tenido ningún problema en hacerse con ella. Aedan volvió a acercarse al borde, dejándoles con su forcejeo, y entonces quedó claro que lo único que Casper buscaba era alguna clase de distracción, ya fuera manoseando a Delia o sentándose en el Muro justo al lado de Aedan.

—No estarás buscando a esa novia salvaje tuya, ¿verdad?

—Joder, ¡Casper! —Casper no tuvo reparos en desechar el tono de advertencia de Delia con un gesto desdeñoso, absorbiendo el silencio de Aedan como combustible.

—¿Qué? ¿“Joder, Casper”, qué? ¡Si sólo le he hecho una pregunta! —prácticamente gimoteó. Casi podía pensarse que estaba siendo víctima de una gran injusticia, a juzgar por su expresión.

Convivir con Casper Caussade era, en palabras de Delia que reflejaban a la perfección lo que pensaba Aedan, la fusión definitiva de todos los elementos de cualquier instituto, conviviendo a la vez en la misma persona. Era el amigo payaso, el chico que te encerraba en una taquilla y el capitán del equipo de itzá, el baboso al que le valía cualquier chica y el delegado de la clase. “Menos el experto en química y el columnista estrella del periódico, es todo lo demás. Incluida la jefa de animadoras”, había dicho Delia. La clave siempre estaba en quedarse callado porque siempre había otro, como Delia, que hablaba más y mejor.

—Que tú ya hayas espantado a todas las chicas a un lado y otro de la frontera no te da derecho a meterte con las de los demás —se burló Delia, conciliadora. Aedan apoyó las yemas de los dedos en el Muro y contó hasta cinco sin despegarlas a pesar del calor, intentando volver a dejarles aparte con sus peleas.

—Y de todos modos no es cierto —intervino sin alzar la voz.

—Mejor, porque un día de estos le voy a pegar un tiro, a esa “chica espantada” en concreto. —Casper miró a Delia de reojo y se apartó un poco cuando ella le dirigió una mirada definitivamente enfadada.

—¿Y por qué exactamente? ¿Porque es suburbana? ¿Porque es caucásica? ¿Lleva una bufanda que no te gusta? —En un momento dado Delia incluso apartó el paraguas, dejándolo abierto en el suelo, y Aedan creyó que iba a golpear a Casper con él, pero se limitó a ponerse ambas manos en las caderas—. ¿Porque “mi familia lleva nueve generaciones defendiendo el Muro de los malvados aborígenes”?

La imitación del tono de Casper y su forma de arrastrar las palabras, sin vocalizar demasiado, fue perfecta, pero pasó desapercibida entre las carcajadas del imitado.

—Pero es que resulta que mi familia sí que lleva nueve generaciones defendiendo del Muro de esos malvados... ¿malvados qué, decías? —inquirió con sorna—. Lo que pasa que mientras tú preferirías estar recogiendo firmas para lo que sea que está de moda recoger firmas ahora, yo me siento útil. Defendiendo el Muro. Décima generación.

Casper pareció crecer varios centímetros al enderezarse. Delia resopló y se cruzó de brazos.

—Porque los suburbanos comen niños —espetó disgustada.

—Y se los comen sin sal. —De repente se produjo un cambio visible en Casper, nada más terminar la frase. Había abandonado su postura descuidada y se alzó de verdad, ligeramente inclinado hacia Delia y extendiendo el brazo hacia fuera, hacia las Nethers—. Para vosotros todo es “pobrecillos, todos deberíamos querernos y comer flores juntos”, y no tenéis ni puta idea de lo que pasa ahí fuera y de hasta qué punto los de dentro nos lo deben por no dejar que pasen y conviertan Utopia en lo mismo. Y te recuerdo que tú también te pones el uniforme todos los días.

—Venga, Casper, ni que siguiéramos en el decenio de Afirmación. No tiene nada que... —Cuando Delia se calló, Casper la miró como si fuera una consola bloqueada, tan inmerso en la discusión que no se había dado cuenta de que el silencio de los suburbanos se había roto. Delia se abalanzó hacia el borde—. ¿Qué ha pasado?

—No lo sé —murmuró Aedan confuso. ¿Por qué se lo preguntaban a él de todas maneras? Era su primer sorteo. De repente, sobre el zumbido de las conversaciones en voz baja, alguien había exclamado algo, y entonces fue como si los espectadores pasasen de ser parte del paisaje a una tormenta de arena concentrándose en el punto de donde había surgido la discordancia. Aedan señaló en aquella dirección mientras un centenar de murmullos urgentes se alzaban por todas partes—. Ha pasado algo allí.

—Un ganador, seguro. —Delia se removió, nerviosa, asomándose al borde para ver qué hacía Iris Hawkins de tal modo, con medio cuerpo en el aire, que Casper se acercó y le puso una mano en la cintura del pantalón.

—Se lo van a comer —aseguró, tirando de ella hacia dentro sin esfuerzo.

—¿Quién ha sido? —Klio ni siquiera se molestó en moverse o girar la cabeza cuando comenzó el alboroto. Dejó que fuera Sylwia la que se pusiera en pie de un salto en el momento que se interrumpió la monotonía, y ella se esforzó en retener su atención en la pantalla. Tal vez sucediera entonces, se dijo, tal vez saliera su número y no quería perdérselo aunque algún otro espectador se pusiera a chillar o declarase la Cuarta Guerra Mundial. Además Sylwia tenía mucho más ojo para aquellas cosas.

—Creo que una mujer. Nómada. Claro que también podría ser un hombre —la escuchó titubear por encima de su cabeza pero ella siguió sin moverse, aunque ahora empezaba a resultarle imposible ver la pantalla. A su alrededor se había alzado un bosque de pantorrillas quemadas, perneras llenas de arenisca y niños surgidos de ninguna parte que buscaban al ganador o ganadora con curiosidad y una envidia enfermiza.

—Espero que se haya escondido bien, la jodida gilipollas —susurró Klio entre dientes.

En ese momento sentía lo que debían haber sentido los operarios de Nuevo Canaan cuando les reventaron los tanques y miles de litros de ozono líquido sin procesar se fueron por el desagüe, donde no iban a ser de ninguna utilidad. Un desperdicio monumental, un gasto de número afortunado. Seguro que esa ganadora estaba durmiendo bajo algún escape calorífico en las calles de Suburbia y esa noche la mataban a patadas sólo por haberse emocionado demasiado ante la perspectiva de conseguirse una vida de verdad. O lo mismo no. Lo mismo tenía suerte y nadie se había quedado con su cara o los presentes en aquel sorteo eran gente pacífica y resignada. Nunca se sabía. Se preguntó si serían verdad las leyendas urbanas, las que volvían a susurrar cada cierto tiempo que en los pueblos que recibían el sorteo por radio los Cruzados seguían en activo, esperando en Malpaso a los convoyes de ganadores para retrasarlos durante la ventana de entrada en las cuatro Puertas. Los cazadores aficionados de inmigrantes ganadores en Suburbia sólo se apoyaban en la filosofía del “si no entro yo, no entra nadie”, pero Klio nunca había comprendido qué le importaba a Utopia que una veintena de analfabetos no llegasen a tiempo de colarse en el censo y qué ganaban los Cruzados con ello aparte de poca simpatía. De todos modos eso era historia antigua; los transportes se averiaban o no aparecían o no les daba la gana hacer el viaje hasta el fin del mundo civilizado y un poco más allá, y siempre era más fácil echarle la culpa a un grupo terrorista que según Tru llevaba diecinueve años sin reivindicar ni el atraco a una tienda de toallas. En la pantalla el Ministro se quedó en silencio y aparecieron las letras anunciando un intermedio.

Sylwia volvió a sentarse a su lado y abrió la revista en la misma página por donde les había interrumpido el alboroto. El Internacional había venido más escaso de lo normal. Parecía que el Ministerio de Exterior utopiano no consideraba necesario informar a las Nethers de nada más que un par de misiones de exploración espaciales, y de la renovación de las consolas de intercomunicación y los protocolos de seguridad del edificio central del Ministerio. Sylwia había decidido matar el tiempo con una de aquellas revistas que proliferaban en las vísperas de los sorteos, tan mal encuadernadas que a veces las páginas ni siquiera estaban en orden. Posó los pliegos sobre las rodillas de ambas e hizo un globo con el chicle que al estallar esparció un olor repugnante a vainilla y mentol.

—No sé qué coño nos importa a nosotros que el Ministerio cambie de ordenadores y de alarma de incendios —gruñó Klio. Sylwia la ignoró completamente para señalar un artículo.

—"Para llamar a la suerte escribe tu número en un pedazo de celuyx y quémalo. Con la pasta resultante haz una mezcla de acuol y arena del Muro y extiéndelo sobre los números. Cúbrelo con unas vendas o tus protecciones y no toques a nadie con la mano izquierda durante tres días y tres noches. Lista de ganadores que han utilizado este truco..." —Sylwia leía rápido, siguiendo las líneas con el dedo, y al segundo nombre resopló y pasó página—. ¿Cuántos sureños crees que se abrasarán los números esta semana por no dejar enfriar el celuyx después de quemarlo? Así, una aproximación media.

—¿Sólo entre la gente que hay aquí ahora mismo? Veinte o treinta. Aproximación media. —Mientras se ponía un cigarrillo medio consumido en la boca y buscaba su encendedor, Klio echó un vistazo a la revista—. ¿Algo nuevo sobre las estadísticas?

Sylwia negó con la cabeza sin apartar la vista de las páginas que iba pasando.

—El índice de entrada está descendiendo y el otro día adjudicaron el número uno en la puerta de las marismas pero es información extraoficial así que lo pusieron en las páginas de rumores —murmuró. Después se detuvo y entornó los ojos hasta que apenas fueron dos rendijas azules rodeadas de maquillaje. Klio se inclinó para observar la foto que ocupaba toda la página mientras Sylwia la golpeaba con dos dedos—. Joder, juraría que me he liado con esta tía.

“Patricia Krantz, entrevista de ganadora”. A Klio no le sonaba el nombre lo más mínimo, y después de repasar la fotografía decidió que la chica tampoco. Como muchos de los ligues de Sylwia, tenía el pelo largo y una boca enorme. Como con todos los ligues de Sylwia, Klio había dejado de hacer el esfuerzo de recordar su aspecto. Se acordaba de algunas, pero por datos circunstanciales.

—Podría ser. A mí no me suena. —El cigarrillo estuvo a punto de caérsele al suelo. Volvió a sacudir su mochila y luego se palmoteó los pantalones. Nada—. ¿A ti te suena? ¿De qué?

—Pues no lo sé —murmuró Sylwia, obviamente concentrada—. Puede que de la fiesta aquella en el solar de Las Calizas, ¿sabes cuál te digo?

—¿Aquella que no mereció en absoluto las cinco horas de caminata? —De la fiesta sí que se acordaba, aunque sólo del hecho de que habían atravesado Suburbia hasta mucho más allá de su área habitual, al entramado de pueblos independientes que habían terminado convertidos en barrios de una megalópolis confusa. Incluso habían visto transportes de combustible, coches de verdad, y uno incluso les había acercado de vuelta al centro a la mañana siguiente. Pero la chica no le sonaba para nada—. Bueno, pues ella ya ha entrado. ¿Era particulista?

—¿Cómo quieres que lo sepa? —preguntó Sylwia echándose a reír—. No estábamos en condiciones de hablar.

—Menuda guarra —afirmó Klio. El filtro del cigarrillo estaba empezando a quedársele pegado en los labios, pero el encendedor por fin apareció en uno de los bolsillos del pantalón. Aspiró hondo y le hizo una seña a Sylwia para que pasase de página—. Deja de mirar eso, joder.

Sylwia volvió a alisar el celuyx, que empezaba a mancharles los pantalones de tinta, y se removió con anticipación.

—Veamos, sucesos... Oh vamos, no pongas los ojos en blanco, sé que te gustan —se burló dando un codazo a Klio, interrumpiéndola a mitad de la mueca—. Divorciado justo antes de que su ahora ex esposa gane el sorteo... organiza un concurso entre sus tres hijos... su hermano resulta no ser su hermano... bah, es más de lo mismo. Hace siglos que no pasa nada divertido.

—Esas cosas nunca fueron divertidas, para empezar.¿Hay algo en Leyes?

—Sólo más rumores. “Según fuentes del Muro, Utopia podría reducir la cuota de entrada por primera vez en cincuenta años si los polígonos industriales más cercanos a la frontera no disminuyen sus emisiones tóxicas”. —Klio volvió a interesarse por la revista, y Sylwia la sostuvo en las manos y sacudió la cabeza incrédula—. El polígono más cercano es el de Iron Brew, ¡está a mil kilómetros del puto Muro y debajo de la Nube!

Klio se mordió los labios. Sonaba a excusa. Sonaba a que Utopia simplemente no quería más gente, o no quería molestarse en producir ozono y oxígeno para más gente. Tenía que darse prisa. Su número tenía que salir ya, antes de que cerrasen las Puertas del todo como parecía que era su intención, si había que hacer caso de aquello. Tragó saliva y cuando la emisión se reanudó todo lo que no fuera el Ministro y su lista de números desapareció muy por debajo de su umbral de atención.

Cuarenta y tres minutos después, cuando la comunicación se dio por finalizada y confirmaron que sus números no estaban en la lista leída por el Ministro, Sylwia y Klio se dejaron llevar por la marea humana en un lento desfile hacia el lado suburbano de la Franja, en silencio. Hacía tiempo que tras los sorteos ni siquiera les quedaban ganas de decir “posiblemente la próxima vez” en voz alta.

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la historia va a ser divertida y habrá lemon🍋😉 ⚠️perdón por mis faltas de ortografía ⚠️