20millones3

By Adharita

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Trescientos años en el futuro la mayor parte del planeta todavía agoniza bajo la nube radiactiva y las consec... More

20millones3 - Prólogo
Capítulo 1 - 2 de Noviembre: Gente al otro lado
Capítulo 2 - 3 de Noviembre: No como en las películas
Capítulo 3 - 5 de Noviembre: Números bajo la piel
Capítulo 5 - 7 de Noviembre: Dejar de esperar
Capítulo 6 - 20 de Noviembre: Todas son casas vacías
Capítulo 7 - 2 de Diciembre: Mal de Watsow
Capítulo 8 - 3 de Diciembre: Podría ser peor
Capítulo 9 - Quince años antes: Faltas menores
Capítulo 10 - 27 de Diciembre: Esperanza de vida media
Capítulo 11 - 8 de Enero: Aire libre
Capítulo 12 - 18 de Enero: Prometiendo golosinas
Capítulo 13 - 25 de Enero: La princesa y los mendigos
Capítulo 14 - 31 de Enero: Sin incidencias
Capítulo 15 - 12 de Febrero: Los jardines de otros
Capítulo 16 - 13 de Febrero: No dolerá, te lo prometo
Capítulo 17 - 18 de Febrero: El país de piedra
Capítulo 18 - 21 de Febrero: A mí, en realidad, no me pasa nada
Capítulo 19 - 7 de Marzo: Todo está cambiando
Capítulo 20 - Cuatro meses antes: Nada excepto azul
Capítulo 21. 12 de Abril: Las horas de visita son de nueve a cinco
22. 19 de Abril: As de ácido
Capítulo 23 - 30 de Abril: El día que nunca llega
Capítulo 24 - 2 de Mayo: El principio, el final, la mitad
Capítulo 25 - 14 de Mayo: A las puertas de casa
Capítulo 26 - 14 de Mayo: Todas las mentiras
Capítulo 27 - 30 de Julio: Götterdämmerung
Capítulo 28 - 2 de Agosto: Hasta que alguien pierde
Epílogo
Post-data

Capítulo 4 - 5 de Noviembre: Siete botellas a medias

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By Adharita

5 de Noviembre: Siete botellas a medias.

           —¿Y qué vamos a hacer?

           —¿Por qué tenemos que hacer algo?

           —¡No podemos dejarla triste para siempre!

           —No sé con quién has salido los últimos años, pero cuando le van las cosas bien tampoco es el alma de la fiesta precisamente.

           —Te lo estás tomando a broma.

           —Jamás de los jamases. El asunto me quita el sueño.

           —Yo creo que lo que necesita es un novio.

           —Oh, vamos, seguramente no quiere volver a ver a un tío en su vida.

           —Pues si te piensas que se va a pasar a la otra acera lo llevas claro.

—Gracias a dios, lo último que necesitamos en este no-pais es otra lesbiana psicótica.

Aquella noche en “El loco” sonaba música pre-guerras, como siempre, y brillaban fotografías pre-guerras enmarcadas en recuadros que imitaban madera, llenos de polvo que no era de imitación. Nadie se preocupaba demasiado por la limpieza de los carteles de cine plastificados, las fotos de ciudades sumergidas o destruidas y los recuerdos de una vida que nadie había conocido. Sólo los dueños del local sabían si el detalle del polvo y los cuadros torcidos era un toque deliberado o falta de tiempo e interés. Podía parecer que en realidad sólo era un almacén distribuido al estilo de los bares de aquellas ciudades tal y como se habían conservado en películas y fotografías, con su desorden y la falta de practicidad incluidas, con su zona de billar y la de mesas y una barra larga protegiendo la pared cubierta de botellas llenas de líquidos de colores apagados y los vasos relucientes. El contraste entre la penumbra desordenada, con su música de más de cuatrocientos años, y los vasos siempre brillantes y esterilizados, llamaba la atención a los que entraban allí por primera vez. Jen, Sylwia y Klio prácticamente se habían criado bajo aquellas mesas de billar, así que casi todo dentro del bar había dejado de sorprenderlas.

           Roberto les dirigía miradas de vez en cuando desde detrás de la barra, como un profesor de preescolar que estuviera cuidando de que nadie se partiera la cabeza con un columpio durante el recreo. Repartía su atención entre ellas, la media docena escasa de clientes a esas horas y los vasos que iba limpiando metódicamente. Normalmente ese era el trabajo de Daniel, que sentía la misma satisfacción cuando salían las manchas pegajosas del cristal que otros al acertar con un dardo en el centro de la diana. A Roberto en cambio empezaban a dolerle las manos y de vez en cuando tenía que cambiar el sentido y la mano que sostenía el paño. Culpa de los vasos y de los movimientos repetitivos, se decía a si mismo cada vez que los dedos se le agarrotaban. Y del frío porque el radiador integral bajo el panel de la pared funcionaba cuando quería. El vaso que tenía entre manos empezó a emitir aquel sonido chirriante al frotarlo con el trapo esterilizador que indicaba que por fin estaba limpio, así que cogió el siguiente del balde y silbó al ritmo de la música, a mayor volumen del habitual, mientras se desplazaba al otro lado de la barra. Inspeccionó el armario de cristal plástico reforzado donde guardaban la colección de discos compactos anteriores a la Guerra. Tendrían un valor incalculable si alguien en Suburbia hubiera estado interesado en la historia más allá de las últimas leyes de Inmigración, y se mantuvo a prudente distancia como si sólo el hecho de estar limpiando vasos pudiera trasladar la suciedad a los discos. Tuvo que entornar los ojos para distinguir las delgadas letras en los lomos de plástico aunque no tenía intención de cambiar la música de momento. Le gustaba aquella especie de country por lo adecuado que resultaba en Suburbia, que parecía un decorado preparado para Sergio Leone cuando se levantaba el aire y la tierra.

           Roberto siempre había querido ser uno de esos vaqueros, incluso de los que iban en naves espaciales; no le importaba mientras pudiera llevar un abrigo largo, revólveres en cinturones de cuero auténtico y caminar por una calle desierta al ritmo de Johnny Cash, al encuentro de su destino o alguna de aquellas expresiones hechas de imágenes que habían creado los directores, antes de que la Guerra convirtiese la industria del cine en una sucesión de comedias descerebradas para adolescentes.

           —Si es que la música ya no es lo que era —suspiró Sylwia dramáticamente, aupándose sobre la barra hasta la cintura y fingiendo que se desmayaba sobre ella. Roberto la golpeó sin fuerza con el trapo de limpiar los vasos y ella continuó hablando con la nariz pegada al plástico imitación de madera—. Ni el sexo ni el cine ni las drogas ni las muertes. Todo era más bonito antes de que todo fuera fe-e-e-o.

           —¿Qué pasa con vosotras últimamente? —preguntó—. He oido que Brae salió a gatas de aquí el otro día. Las chicas no deberíais hacer esas cosas o un día os despertaréis metidas en un lío.

           —Pues no sé, Hetfield. —Sylwia recalcó el apellido adrede, por la costumbre de Roberto de no llamarlas nunca por sus nombres de pila. Había posado los labios en la barra accidentalmente y escupió un par de veces sobre un pañuelo de papel—. Pero si lo que te preocupa es que nos despertemos preñadas y tengamos que dejar de venir aquí a beber estate tranquilo. Por muchas y variadas razones eso no va a pasar.

           —Bueno, tampoco quiero ser quien lo compruebe —respondió Roberto sin dejarse intimidar. Últimamente las chicas aquellas estaban excediéndose, sobre todo Brae—. Hoy no se va a repetir, ve diciéndoselo a tu amiga. En cuanto empiece a tener dificultades para pronunciar la palabra “extraordinario” lo único que se le servirá en este bar será tonicafé.

           —Vamos, la mitad de tu clientela no podría decir eso ni sobria. —Con el comienzo de un paso de baile y un par de palmadas en la barra dio el tema por zanjado y recorrió la vitrina de las bebidas con la mirada, pensativa—. A mi ponme...

           —Un colavodka —concluyó Roberto con la experiencia que le habían dado las noches detrás de la barra. Agarró la botella casi sin mirar y llenó un vaso largo hasta que las burbujas amenazaron con derramarse—. Sólo os digo que tengáis cuidado. Si no es por vosotras, al menos por esos números que lleváis en los brazos. La cirrosis es una de las enfermedades excluyentes en el examen médico del otro lado de la Franja.

           —Nunca estuviste en la Franja, cielo. —Roberto no pudo ocultar una sonrisa.

           —Porque reclamé mi derecho a disfrutar de la cirrosis si se daba el caso. Tres cobres y medio, por ser tú.

           —¡Esa copa no vale más de dos!

           —Ya te lo he dicho, por ser tú. Así podrás seguir diciendo que no tienes dinero para comprarte la ropa completa —se rió Roberto señalando el jersey que no la cubría el estómago. Sylwia se lo palmoteó pero luego buscó en el bolsillo de los vaqueros para dejar cinco monedas.

           —Ponme “Hurt” y para “Ring on Fire” estaré lejos de aquí gritando cosas extraordinarias —susurró. La chica a la que señaló con el pulgar no podía verle los dedos a Sylwia desde su lugar en la zona de mesas—. Y un nombre, si eres tan amable.

           A Roberto le bastó alargar el cuello y un rápido proceso de eliminación para localizar a una chica morena que no solía pasarse mucho por allí, por lo que se podía explicar que Sylwia, a la que muchas veces confundían con alguna especie de relaciones públicas de El Loco, no supiera su nombre.

           —Creo que se llama Mira, pero no te lo podría asegurar. ¿Vas a dejar a tus amigas solas? —En la mesa de la esquina que solían ocupar las tres, Jen y Klio hablaban con las cabezas bajas, Jen como siempre de rodillas en el banco, acompañando su conversación de pequeños saltos. Sylwia les dirigió una mirada de soslayo y se rascó el estómago, subiéndose el jersey, volviendo a centrarse en Mira.

           —A ellas las veo todos los días y esta noche voy a triunfar —afirmó golpeando la barra con los nudillos antes de abandonarla vaso en mano. Era lo que tenían los particulistas, que decían esa clase de cosas sin fanfarronadas o tono esperanzado. Hacían que todo pareciera un hecho consumado incluso antes de que lo fuera.

           —Al menos déjale una nota en la almohada mañana —dijo Roberto, aunque no lo bastante alto para que Sylwia le escuchase.

           Desde la mesa de siempre, Klio desconectó unos segundos de la historia de Jen sobre algún bar nuevo que tenían que visitar aquel fin de semana si conseguía la noche libre y observó a Sylwia alejándose de la barra. Le llevó cuestión de segundos adivinar quién de entre el grupo de chicas recién llegado había llamado la atención de su amiga y supo que la pobre no tenía ninguna posibilidad de resistirse. Lo que tenía Sylwia, y Klio lo había presenciado más o menos de cerca unas cuantas veces, es que se limitaba a plantarse en medio del grupo o del campo visual de la chica que le gustase y decir algo como “Hola, me llamo Sylwia, ¿sabes que te pareces un montón a...?” y ahí insertaba el nombre de alguna actriz pre-guerras. Una de dos: o la chica demostraba ser un tremendo acierto y sabía de quién estaba hablando, poniéndoselo un poco más difícil y a la vez conectando por un dato poco conocido, o, lo que sucedía normalmente, ponía cara de intriga y preguntaba quién era. Y entonces Sylwia la cogía del brazo como si fueran amigas desde la guardería y la llevaba al retrato de aquella actriz en cuestión sobre las paredes del bar, que casualmente solía estar en la zona menos concurrida del bar.

           —Yo digo que hoy toca Lauren Bacall —sugirió Jen.

           —No, es Piper Perabo, fíjate qué mandíbula. Además hay una pareja dándose el lote en la esquina de la Bacall —explicó Klio aburrida. Observó a Jen de reojo—. ¿Has quedado con Brian?

           —Sí, dentro de un rato. —“Por supuesto”, pensó Klio con cierta amargura, volviendo a centrarse en Sylwia, que ya se había colocado frente al retrato escogido. La canción que estaba sonando se terminó, pero la que tomó el relevo no era la siguiente en el disco. Roberto nunca cortaba canciones. Decía que era algo tan horrible como pegar a un padre.

           —Te dije que era Piper Perabo. Y ya tiene su música. Ya la hemos perdido.

           A Sylwia todo le parecia asquerosamente fácil. Sólo tenía que acercarse y hablar y sonreir, y la chica morena ya estaba dejando que la cogiera del brazo mientras Sylwia decía algo en su oido, después de señalar los altavoces con la barbilla. Al segundo siguiente estaban bailando, las manos de Sylwia en la cintura de la desconocida, y los dedos de ésta a punto de tocar la nuca descubierta de Sylwia, y Klio se sintió desagradablemente hipnotizada. Esperaba sinceramente que Sylwia no decidiera invitar a su ligue a unirse a ellas. Esperaba que se perdieran por ahí y que Jen se fuera con su queridísimo Brian y que ella pudiera ir a la barra y pedirle a Roberto unas cuantas copas más, aunque la mirada del barman había estado volviendo a ellas durante toda la noche y no parecía muy contento.

           —Ese chico te está mirando. —Jen le pinchó el costado con un dedo por debajo de la mesa, sin ningún disimulo.

           Klio ni siquiera se volvió.

           —Que mire lo que le dé la gana.

           —Klio...

           —¿Qué?

           —Que es bastante guapo, anda. Seguro que, si no vas tú, viene él.

           Pero en lugar de mirar al chico Klio se volvió a Jen incrédula.

           —¿Te has perdido mi vida en los últimos cuatro días? —susurró entre dientes—. Además, tú siempre eres la que dice que no deberíamos ligar con desconocidos en un bar.

           Jen no se amilanó lo más mínimo.

           —Bueno, pues hoy creo que te vendría bien divertirte un poco. Para olvidarte de Bastian.

           Eso sí que había sido demasiado. Las manos se le crisparon y no pudo evitar alzar el tono de voz, un graznido chillón e indignado.

           —¡JEN! ¿Qué demonios...? —No tuvo que mirar para saber que ahora no sólo la estaba mirando el chico del que hablaba Jen. Bajó la voz, más por no estropearle el ligue a Sylwia, que se ponía insoportable cuando algo así sucedía, que por discreción—. Eso no... ¡no pienso echar un polvo con un tío sólo para olvidarme de otro!

           —Pues con una tía.

           Era increíble. Todo. El hecho de que Jen, con su carita de niña pequeña, que muchos días se ponía coletas y horquillas de purpurina en el pelo y trataba a todo el mundo como si fueran algo delicado y precioso, hubiera sugerido eso, y que Klio todavía estuviera escuchándola.

           —No voy a hacerlo. Hoy no.

           “Y puede que nunca”, canturreó una vocecilla insidiosa en su cabeza. Los últimos días le habían quitado las ganas de cualquier cosa que no fuera beber hasta quedarse inconsciente, más por la parte de quedarse inconsciente que por el alcohol en sí.

           Y además todavía esperaba un cambio. No podía reconocérselo a Jen, pero...

           —No va a cambiar de opinión, Klio. —Y después de leerle la mente Jen no la miró, pero la cogió de la mano mientras le acariciaba el dorso con el pulgar—. Sé que es lo que esperas y te juro que me encantaría decirte que sí, que seguro que es sólo un error por la emoción del sorteo. Pero conozco a Bastian mucho menos que tú y aun así sé que no va a hacerlo. Tú tienes que... no sé, dedicarte a otra cosa. A otras personas. De todos modos se va esta semana y no es probable que vuelvas a verle en la vida. Ni siquiera si ganas otro sorteo —añadió al final, como si con eso pudiera arreglar todo lo que acababa de decir.

           Klio necesitó unos minutos para digerir las palabras, aunque eso no significase asumirlas. No tenía la más remota idea de cómo tomárselo.

           —No voy a “dedicarme” a otras personas —escupió. Jen se encogió de hombros y llevó su mano a la mejilla de Klio en una caricia imperceptible y fugaz, antes de echarle el pelo hacia atrás. Las puntas le rozaron el hombro que la camiseta de tirantes dejaba al desnudo y Klio contuvo la respiración. Se permitió inclinar la cabeza un segundo para que la mano pequeña y suave de Jen rozara también su mandíbula, y por suerte Jen supo que era mejor no decir nada más.

           —Vale, igual es un poco pronto todavía —concedió, volviendo a su vaso de concentrado chocolateado y sorbiendo por la pajita transparente mientras, obviamente, seguía pensando en el tema—. ¿Y montar un taller de arte dramático en el orfanato o algo así? ¿Tú no querías ser actriz? Distráete un poco. Busca algo que hacer.

           —Tengo algo que hacer, por si no lo recuerdas. En una casa muy grande llena de críos psicópatas que sólo están esperando a cumplir los diecisiete para salir disparados de allí.

           —Eso es donde vives. No te concentras en absoluto en ello. —Jen se encogió de hombros—. Tú también podías haberte ido a los diecisiete y preferiste pedirle a tu jefa que te dejase quedarte como cuidadora. —De repente, Jen dejó la pajita y posó ambas manos en la mesa, poniéndose seria—. Por favor, Klio, dime que no te quedaste por Bastian.

           Se dio cuenta de que ya ni siquiera recordaba por qué no había dejado el orfanato a la edad habitual. No sabía si había sido por él o porque no quería buscar un trabajo y aferrarse a lo conocido era la mejor manera de seguir viviendo en Suburbia con los ojos cerrados, convencida de que el día que se fuera de allí sería al otro lado del Muro.

           —...puede —murmuró al final. Jen la observó en silencio y suspiró.

           —Pues vas a tener que buscarte otra excusa para quedarte allí ahora que se va. Y sí, ya sé lo que estás pensando, “A ver si deja de repetírmelo de una puta vez, que ya sé que se va” —añadió velozmente, levantando las manos como si Klio fuera a emprenderla a golpes contra ella—. Pero es que es verdad, y aunque deje de decírtelo no va a dejar de ser verdad y no soportamos verte así. Sylwia y yo. Aunque ahora mismo parezca haberse resignado con la lengua dentro de la boca de esa chica a la que no conocemos. Pero te aseguro que está preocupada. Enferma de preocupación.

           Jen y Klio observaron a la pareja en silencio durante tres segundos y medio exactos y entonces se echaron a reir a la vez, flojo, Jen sin preocupaciones y Klio sintiendo que acababa de enfrentarse a una decisión, la de reírse o echarse a llorar sobre la mesa.

           —Así que no me quiere —dijo con tono casual, mordisqueándose la piel seca junto a la uña del pulgar. Jen sacudió la cabeza.

           —No te quiere —repitió claramente—. Y tampoco es que se vaya a volver a congelar Atlanta por eso, ¿eh? Lo del despacho fue una casualidad horrible y todo eso pero ya está. Haz otra cosa. Seguro que tienes un montón de cosas pendientes que no incluyen lloriquear con una botella en la mano. Haz una lista. Y no incluyas “lloriquear con una botella en la mano” ni demás variantes. A ver, ¿qué tienes que hacer antes de que termine la semana? Estamos a martes así que puedes hacer como si fuera lunes porque casi no cuenta.

           —Tengo que pedirle perdón.

           —¿A quién?

           —A Bastian.

           Los enfados de Jen eran escasos y breves, pero eso no quitaba que de vez en cuando sucedieran y que a Klio siempre la cogieran por sorpresa.

           —¡Deja de pensar en él! —Cuando se enfadaba, la voz que de normal se mantenía suave y aniñada se volvía un rugido de alta frecuencia. Klio estaba secretamente convencida de que cuando Jen chillaba, en algún lugar de las Nethers los perros salvajes se echaban a llorar.

Y, contrariamente a su costumbre, Klio la hizo caso. Se encontró asintiendo azorada y buscó otra respuesta. Una alternativa, la primera que se le ocurriese.

           —Pedirle perdón al chico del Muro. Eso dijo Tru.

           Jen asintió, todavía seria pero más satisfecha.

           —Ése al que le diste un susto de muerte antes de escupirle.

           —Ése mismo.

           —Vale. Ve. Venga.

           —¿Qué?

           —Que vayas. Te acompaño hasta las afueras, yo me voy a ver a mi novio músico lleno de talento y tú te vas a ver al soldado que podría haberte matado sin complicaciones después de que te volvieras loca —explicó Jen mientras cogía su abrigo y las protecciones térmicas. Klio se echó atrás en el asiento hasta que su espalda se golpeó con la pared..

           —¿Al Muro? ¿Ahora? ¿Estás loca?

           Jen alzó una ceja.

           —¿Cuántas veces fuiste a hablar con Suri siendo de día?

           Klio no contestó. Se limitó a mirarla malhumorada, aceptando que tenía razón. Que había elegido una mala excusa. Jen comenzó a ponerse sus prendas de abrigo y luego se inclinó para alcanzar las de Klio y tendérselas tranquilamente.

           —Venga, no es tan terrible. Seguro que se te pasa la depresión en cuanto empieces a enfadarte.

           Caminaron hacia la puerta lentamente, Jen despidiéndose con la mano de Roberto, que seguía limpiando vasos, y Klio buscando a Sylwia. El bar era grande pero hubiera sido difícil que en el camino desde las mesas hasta la puerta se les escapase de la vista algún rincón; Sylwia se había marchado con su nuevo ligue, así por las buenas y sin avisar. No era la primera vez, pero Klio había mantenido la esperanza de que propusiese un cambio de planes, aunque fuera con la desconocida a cuestas.

           —Sabes que en condiciones normales te mandaría a la mierda y me quedaría aquí aunque fuera sola, ¿verdad? —preguntó débilmente junto a la puerta interior. Jen asintió, concentrada en la decena de correas de su grueso abrigo.

           —Sí, estoy aprovechándome de tu falta de sueño. Sylwia me dijo que ella no quería ocuparse de este asunto o te pegaría de bofetadas... ¿Qué tal lo he hecho? ¿Asusto?

           Los brazos de Klio se detuvieron a mitad de camino de colocarse la bufanda. Jen, convertida en una bola de tejido sintético y prendas térmicas, se adelantó anadeando para enrollársela alrededor del cuello. Sacudió la cabeza todavía con la boca abierta, y agitó los brazos, momento que Jen aprovechó para enrollarle desde el pecho a las caderas otra bufanda mucho más ancha de tejido aislante, reciclada en una especie de faja.

           —¡Deja de vestirme! —acertó a graznar por fin, en el momento que Jen le calaba el gorro hasta las cejas.

           —En el Muro hace muchísimo más frío que dentro de la ciudad y no quiero que se te congelen las orejas... espera. —Y sin más se quitó sus orejeras de peluche rosa, encasquetándoselas a Klio y después dio otro par de pasos torpes hacia atrás, apreciando su obra—. Ya puedes salir.

           Y sin más la empujó al otro lado de la puerta interior, donde el frío gélido que las esperaba al atravesar la exterior ya empezaba a hacerse notar.

           Fiel a su advertencia, Jen la abandonó en las afueras para irse a algún garaje con los amigos músicos de su novio músico, repitiendo una y otra vez contra las súplicas de Klio que el Muro le daba miedo, y que sólo iba a los sorteos porque era por la mañana y además una tradición, y las tradiciones se tenían que conservar. Cada vez que decía cosas así, Klio tenía ganas de llevarse las manos a la cabeza. A veces parecía que Jen no estaba ni remotamente interesada en entrar en Utopia, que sólo se había registrado en el sorteo porque en Suburbia era lo más parecido a una transición oficial a la edad adulta. Como si le gustara vivir en Suburbia, en las Nethers. El pedazo de mundo que sólo parecía un sitio habitable visto de noche y de lejos, con la oscuridad profunda del desierto que se prolongaba hasta conseguir estrellas y las luces blancas de la ciudad apuntando al suelo. En plena tierra de nadie, Klio se giró para caminar de espaldas, tropezando de vez en cuando con piedras o baches, sin separar la vista de la silueta difuminada de los edificios. Conocía el camino de memoria y podría haberlo recorrido de espaldas hasta la propia Puerta de haberlo querido, pero mirar a Suburbia podía ponerle de mal humor a gran velocidad y no necesitaba eso en aquel momento. Tomó aire y giró, encarando la oscuridad y el resplandor lejano. No podía enfadarse con Suburbia ni con su mala suerte si tenía que pedir perdón al chico aquel, porque entonces no le pediría perdón y la hermana Gertrude volvería a preguntarle si se había disculpado, otra vez, cada día un poco más impaciente, y Klio no podía mentirle. Tru veía a través de ella como si fuera un pedazo de vidrio. Así que tendría que pedirle perdón al soldado y volver a cerciorarse de que Suri ya no estaba allí y...

           A pesar de que sabía que detenerse de noche en medio del desierto era una invitación abierta a la congelación por mucha ropa que llevase encima, no pudo evitarlo. Necesitó unos cuantos segundos para librarse del gruñido de rabia y frustración que le había parado los pies.

           Y es que Suri se había ido sin despedirse. Era su única amiga al otro lado del Muro, la única con la que podía hablar sin la sombra de Suburbia, su acento, sus ideas adueñándose de cada frase. Con Suri hablaba como si ambas estuvieran dentro, no separadas por una frontera de alambre.

           Aún así, no le había dicho nada. La había abandonado sin avisar, a traición.

           Tuvo que obligarse a caminar, y cuando el ritmo no fue suficiente, a correr. Corrió tan rápido como pudo, con el aire helado entrándole a oleadas en la garganta y dejando un rastro casi congelado en su camino a los pulmones, para olvidarse de todas las traiciones de los últimos días y de cómo el destino parecía empeñado en seguir riéndose de ella incluso quince años después del golpe maestro que la había condenado a aquella vida de mierda. Corrió por encima de las piedras, sin tropezar, y las luces que había creído un espejismo se volvieron reales, y no necesitó aminorar el paso lo más mínimo para dirigirse un poco más al este, esquivando las zonas de los soldados desconocidos y sobre todo la de Caussade, que había querido pegarle un tiro desde la primera vez que la vio acuclillada junto a la alambrada, susurrándole secretos a su amiga huida. En los últimos metros tuvo la sensación vigorizante, eufórica, de que con sólo aumentar un poco más la velocidad con la que se movían sus piernas hubiera podido elevarse, corriendo sobre los muros y usando los brazos a modo de timón, cruzando la frontera sin necesidad de loterías de ninguna clase.

           La alambrada detuvo la carrera, aterradoramente sólida y pegada al suelo. A pesar de la fuerza con que la golpeó, los reflejos de Klio actuaron mejor que en los últimos días, a pesar del cansancio, y se encontró aferrada a la reja con las manos en lugar de rebotada y caída en el suelo.

           Cerró los ojos y recuperó la respiración con dificultad, recolocándose la bufanda con una mano, aspirando el aire filtrado y caldeado por la defensa térmica del tejido. Casi había olvidado por qué estaba allí, y cuando escuchó la voz de Aedan casi volvió a dejarse llevar por el enfado contra aquel sustituto no deseado.

           —¿...Hola? —Sonaba elevado, sobre su cabeza, en la zona a la que Suri siempre se refería como el gallinero. Klio abrió los ojos a medias, pero las escasas luces la cegaron. Lo único que pudo ver fue una sombra.

           —Hola —respondió apoyando la frente en el alambre. Escuchó pasos indecisos, aunque no el sonido de un arma apuntándola, que era lo que estaba esperando. Llevaba esperándolo días, a decir verdad.

           Más pasos. La luz debía mostrar sólo un montón de ropa desde una perspectiva complicada, así que el chico debía de estar preguntándose qué hacía alguien de Suburbia allí y si se había olvidado de ella no tenía por qué pedir perdón.

           —Eres la chica del otro día, ¿verdad? Quiero decir, bueno. No es que vengan muchas más. Pero eres la que buscaba al cabo Daswani, ¿no?

           —Un irlandés con buena memoria. —Klio medio sonrió, aunque no se estaba divirtiendo en absoluto. Se balanceó cogida de la verja, mirando al suelo—. Baja, no te voy a escupir. A menos que te lo merezcas.

           —No soy irlandés. Soy utopiano. —Era la primera frase que el chico pronunciaba sin aquel temblor en la voz que no era obvio pero estaba siempre latente. Luego oyó el crujir familiar de la escalera mientras bajaba a su nivel —. ¿Qué quieres? El otro día... bueno, no sé si me oirías. Pero Daswani no está. La trasladaron. Yo no llegué a conocerla. La sustituí pero no la conocí. Lo siento.

           Klio esperó a que descendiera dentro de la luz para observarle, y preguntarse cómo no se había dado cuenta de que no era Suri la primera noche. La poca piel alrededor de los ojos que dejaba ver el casco y la malla y todas aquellas protecciones militares era blanca en vez de tostada, y los propios ojos más pequeños, más juntos y redondos, de algún color claro. Y, además, Suri era bajita y menuda, y este chico era más alto que ambas. Volvió a balancearse, suave, curiosa.

           —Pues tienes acento irlandés. Y te apellidabas O’Algo, ¿no? —recordó repentinamente. El chico había gritado su nombre completo en una presentación histérica aquella noche. Si Klio no hubiera estado tan enfadada seguramente le habría parecido gracioso.

           —O’Malley —aceptó casi a regañadientes. Luego, como si recordara sus modales, casi hizo el gesto de tenderle la mano y añadió—: Aedan O’Malley. De Chitek. En Utopia.

           —Y no eres irlandés —se burló Klio. Después ella también recordó sus modales, o algo similar—. Yo soy Klio Brae.

           El nombre suburbano le salía ya sin pensar en cada presentación y documento, por pura costumbre, porque nadie habría creído su historia de tener que explicarla y de todas maneras su auténtico apellido no significaría nada en las Nethers. Cuando conoció a Suri esperó de alguna manera que a lo largo de sus conversaciones terminase preguntándole si era verdad, si se llamaba Klio Brae, pero nunca lo hizo. Posiblemente tampoco la creía. Aedan se limitó a asentir.

           —Encantado de...

           —Sí, seguro —interrumpió Klio con una carcajada y un golpe a la valla. Recordó que posiblemente Caussade no andaría demasiado lejos y bajó la voz a un volumen apenas superior al de un susurro—. Encantadísimo.

           Aedan ladeó la cabeza y no necesitó verle la cara para saber que se sentía bastante confuso.

           —Oh vamos. Te escupí. ¿Se te ha olvidado? Porque entonces igual no debería dicho nada.

           Cuando él se llevó la mano a la mejilla supo que no la había olvidado.

           —No. No se me olvidan las cosas.¿Qué quieres?

           Klio se separó un poco de la verja y le dio la espalda, apoyándola en el metal y dejándose resbalar con un tintineo hasta que quedó sentada en el suelo. Solía adoptar esa postura con Suri también, cuando la contaba cosas que la entristecían o avergonzaban. Sí que estaba avergonzada por el espectáculo que le había montado al pobre chaval, aunque sólo fuera un poco.      —Que siento lo del otro día —soltó de un tirón. Aquellas cosas había que quitárselas de encima sin rodeos.

           —Ah. Bueno, yo... —Más pasos, a un lado y a otro, aunque no más cerca—. No sé. Estabas buscando al cabo Daswani. Y obviamente estabas... nerviosa.

           Klio se echó a reir intentando no levantar la voz otra vez.

           —La verdad es que si no tuvierais toda esta parafernalia de alto voltaje para mantenernos fuera, te habría sacado los ojos.

           Silencio, unos segundos.

           —Ah. Pues gracias.

           Klio sonrió y giró la cabeza un poco, para mirarle de reojo, aunque sólo hubiera podido verle hasta las rodillas por mucho que hubiese estirado el cuello.

           —¿Por qué no me disparaste? —preguntó cuando volvió a mirarse los pies. Todo el mundo  se hacía la misma pregunta. Hacía mucho que nadie moría cerca del Muro porque los suburbanos no tenían mucho que hacer por allí y los soldados, la mayoría, se tomaban las cosas con calma. Pero Klio sabía que ella sí que habría disparado.

           —No... —Aedan dudó un poco—. No sé. Ya parecías tener bastantes problemas. Sin que te disparasen. ¿Qué...?

           —No tientes a tu suerte, irlandés. —Klio notó cómo su voz se volvía seca y cortante pero no hizo nada por detenerlo—. Te he pedido perdón y no te he escupido pero no eres mi puto psicólogo.

           —No, no, ¡no! —La sombra de Aedan movió los manos tan rápido que Klio se percató por primera vez de su existencia, ahí, achatada y triplicada por las otras luces—. No quería que me lo contaras. Sólo que eso. Que qué haces aquí. No tenías que volver.

           —Ah. Eso. Vale. No sé, es de buena educación hacer esas cosas. Y Tru me iba a volver loca si no lo hacía, independientemente de mi buena educación. Además tú no tienes la culpa de que la zorra de mi amiga se haya ido sin avisar.

           —No se fue. Daswani. La trasladaron. No suelen avisar mucho de esas cosas —explicó Aedan, como si tuviera que defender el honor de Suri o algo parecido—. Casi seguro que se enteró un par de horas antes de que saliera el transporte. No sé... ¿Vienes todas las noches?

           —Pues claro que no —contestó Klio, ofendida—. No sé qué pensaréis ahí dentro pero no vivo debajo del desierto, ¿sabes? Tenemos una ciudad. Con bares. Y más sitios donde pasar el rato. Además esto es una jodida cámara frigorífica y tu compañero de turno está loco de atar.

           —Ya lo sé. Lo de que tenéis una ciudad. No quería decir que no tuvieras una vida por ser de Suburbia o algo así...

           —¡Y no soy de Suburbia! Para tu información, soy utopiana. Más que tú, de hecho —volvió a interrumpir Klio, definitivamente de mal humor.

           Que el chico se arriesgase a ignorar aquel trozo de información fue toda la prueba que necesitaba Klio para saber que él tampoco la creía.

           —A lo que me refiero es, —tomó aire a mitad de la frase, como si le costase pronunciar una larga—, a que si no vienes todas las noches tal vez quería decírtelo y no pudo y cuando volviste ya se había ido. Y era época de sorteo. Aquí dentro eso es un caos. En serio. Seguro que quería decírtelo.

           Tenía su sentido, después de todo. Klio nunca se acercaba al muro los días justo antes y justo después de un sorteo porque los ánimos andaban caldeados y la seguridad se incrementaba. Al menos eso era lo que se notaba de cara al exterior. Aedan podía tener razón. De hecho lo de ir a buscar a Suri sólo dos días después había sido una excepción.

           —Puede ser —admitió al cabo de un rato. Tomó aire y lo expulsó lentamente. Aún así le hubiera gustado poder despedirse, pero Aedan no iba a ofrecerse y ella no pensaba pedírselo. Esa norma estaba ya tan arraigada dentro y fuera del Muro que nadie trataba de saltársela, igual que nadie intentaba atravesar el Muro de otra forma que no fuera ganar el sorteo desde antes de que Klio naciera.

           De repente se dio cuenta que llevaba siglos sin fumar. Con la exactitud que le había dado la práctica, buscó a través de los abrigos, las bufandas y las protecciones hasta dar con el bolsillo de su sudadera y sacó la cajetilla y un mechero eléctrico, impaciente. Estaba tan concentrada en la nueva tarea de encender el cigarrillo y aspirar profundamente antes de soltar el humo hacia el cielo que ni siquiera escuchó los pasos de Aedan acercándose un poco más. Tampoco se hubiera percatado del chasquido del obturador si un relámpago no hubiera estallado a apenas veinte centímetros de su cara, un relámpago silencioso y artificial.

           —¡JODER! —exclamó, atragantándose con el humo e impulsándose hacia delante para girarse, de rodillas sobre la tierra—. ¡¿Qué coño estás haciendo?!

           Aedan, en cuclillas, trasteaba desesperado con algo que se movía tan rápido en sus manos que Klio no acertaba a verlo.

           —Perdona, lo siento, pensé que... —comenzó a disculparse, las palabras saliendo a trompicones—. Creí que estaba desactivado y... Es sólo una foto. Mira. Sólo una foto.

           Una cámara. Y el relámpago que todavía se repetía en las esquinas de su campo visual había sido el flash. Al menos no se le había caído el cigarrillo. Se lo puso en la boca y gateó hasta la verja otra vez, observándole desconfiado.

           —¿Una foto? ¿Eres alguna especie de pervertido? Joder, seguro que sí. —Suri siempre llevaba su bolsa llena de novelas pornográficas. Hablando de pervertidos, se dijo Klio, sonriendo para sí misma, por lo de las novelas y por el obvio atolondramiento de Aedan.

           —¿Qué? No, ¡no! ¡Es sólo una foto! Una fotografía instantánea, mira... —Y acercó la cámara con su fotografía colgando, aún borrosa y blanquecina. Klio tuvo un breve momento de nostalgia; no veía una cámara Polaroid desde las que llenaban las vitrinas de casa de su tía abuela, que coleccionaba aquel tipo de cacharros electrónicos. Pero el soldado no la creería si decía eso.

           —Como las de los expedientes —murmuró en su lugar.

           Aedan asintió con vehemencia.

           —Este es un modelo un poco más antiguo. Pero usan la misma película. Siento haberte asustado. Pensaba que el flash estaba apagado. Lo siento. De verdad.

           Klio le dio otra calada al cigarrillo, larga y lenta, considerando la cámara y a su dueño, sin saber si enfadarse o pedirle la fotografía.

           —Mejor lo del flash —concedió, magnánima, incluyendo un gesto de la mano del cigarrillo para indicar que no tenía importancia—. El hacer fotos con el flash desactivado para que la gente no se dé cuenta sí que es de pervertidos. Por si no lo sabías. La próxima vez avisa.

           —Pró... no, no. Sólo necesito una. Para recordarte. —Y tras decir eso, algo tan raro, pareció que se arrepentía—. Bueno, lo hago con todo el mundo. Un álbum. De recuerdos. ¿Próxima vez?

           Por un momento Klio le observó desconcertada, sin saber a qué se refería. Le costó otra calada y unos segundos mirándole manipulando la cámara el caer en que, efectivamente, había hablado de una “próxima vez”.

           —Me habrá traicionado el subconsciente. —Se encogió de hombros sin preocuparse demasiado por si podía volver o no. El chico era raro pero durante aquellos minutos de rareza reconcentrada ella había pensado más bien poco en Bastian, como si simplemente fuera una nube que no se inmiscuía, sólo flotaba alrededor de cada palabra y gesto. Si Jen también resultaba tener razón siempre como Gertrude su vida iba a ser un desastre—. Igual es que voy a volver a escupirte, sólo que aún no lo sé en mi yo externo.

           A Aedan le costó un par de instantes de confusión el darse cuenta de que estaba bromeando. Klio hubiera jurado que oía algo que podía ser o una tos o una risa grave y muy breve, y que desde luego no se repitió. Decidió levantarse. Parecía que el chico iba a tener un ataque de algo si seguía metiéndose con él, y además sólo había ido a disculparse. Ahora podía volver al orfanato y preparar la parte difícil, la de Bastian, pero antes igual podía meterse en su habitación a dormir una noche en condiciones, si llegaba antes del toque de queda. La tierra se quedó pegada a los guantes cuando se la sacudió de las rodillas.

           —Me voy, pero igual vuelvo a por mi foto —amenazó. Tampoco esperó a que él se despidiera, pero sí que le oyó, la voz grave diluyéndose mientras se alejaba.

           —La... sí, claro. Vuelve. Cuando quieras.

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