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Los gritos no cesaban, había movimiento por doquier, las personas estaban en pánico. Desastres por todas partes, fuego, sangre, hogares destruidos por aquello que los azotó sin previo aviso. Por suerte, el peligro cesó, pero eso no justificó las muertes que provocó.
El ambiente estaba sombrío a pesar de que un iluminante sol yacía presente. Nada ocurría, sólo había caos. Aunque muy pronto ese miedo entre las personas iba a acabar, porque sus salvadores harían pagar a los que destruyeron sus hogares sin piedad.

Un niño caminaba entre los escombros junto con su madre, en aquellas cenizas su casa había sido derribada, no tenían hogar ni lugar adónde ir, corrían un grave peligro si seguían en esos escombros, ya que algunos fragmentos se estaban derrumbando, y alguno de ellos le podría caer encima.

—Hijo, no te acerques —le ordenó la madre. Ella se iba a arriesgar a entrar a su hogar destruido ya que debía buscar comida, y justamente habían algunas sobras de alimento abajo de algunas rocas.

—Pero mamá —insistió.

—Quédate ahí —le ordenó con voz severa.

—Mamá —la llamó.

—¿Qué pasa? —dijo impaciente.

—Vienen un montón de personas para acá —señaló el niño mirando al frente al montón de personas que venían en sus caballos a todo galope, también habían soldados con armaduras relucientes sosteniendo sus abanderados.

Quién dirigía aquellos soldados era una mujer que relucía tan poderosamente fuerte y digna de su puesto. El niño se deslumbró de admiración, pero eso no fue lo que lo sorprendió, sino el hecho del hombre que la acompañaba. Lo conocía perfectamente. Era su rey, su antiguo rey, no podía creer que hubiera vuelto, eso le hacía entender que retornaría sus puesto, y eso lo aliviaba bastante. Nunca iba a existir un rey como Nate Fire.

—¡MAJESTAD! —le gritó con emoción a lo que él lo observó y le correspondió con una sonrisa y un saludo de su mano.

En cuanto las personas que yacían en aquel lugar escucharon el grito del niño, comenzaron a aclamar la llegada de los soldados y de su rey.

Las esperanzas en aquellos rostros eran las más puras que se habían visto.

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—¡Señores, por favor! ¡Tengan calma! —les pidió el rey regente al montón de personas alteradas en la sala del trono —¡Ya encontraremos una solución para el desastre que acaba de pasar!

—¡No podemos quedarnos quietos! ¿¡Qué tal si vuelve!? —replicó uno de sus conserjes.

—¡Santos dioses, denme paciencia! —exclamó Joseph y empezó a masajear su semblante debido a que estaba muy estresado por la situación.

Como si sus palabras hubieran sido escuchadas, el silencio invadió todo el lugar, seguido por murmullos y gritos de alabanza. Algo había irrumpido en la sala, Joseph levantó la mirada, allí entendió la emoción de las personas tan repentina. No era nada más ni nada menos que su mejor amigo. Estaba junto a la reina de Jumbel, rodeados de montones de soldados con armaduras, más gente se encontraba en el castillo.

Joseph se levantó de su silla y caminó por toda la sala para llegar a su amigo, no le importaba las personas que estaban a sus lados, su rostro mostraba preocupación y nerviosismo, era entendible que lo estuviera.

Al detener sus pasos, ya estaba cerca de su verdadero rey,  comenzó a mirar a los soldados en busca de lo que verdaderamente le preocupaba, hasta que por fin lo divisó y un alivio se apoderó de él.

—Me alegra que estés perfectamente —dijo con sinceridad.

—Igualmente, Joseph —dijo el joven y no se atrevió a mirarlo a los ojos debido al sentimiento de culpa que tenía.

Eternos finales © ✔️Libro #0Donde viven las historias. Descúbrelo ahora