CAPITULO XXII

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Mario seguía en aquella cama de hospital, le habían hecho toda clase de pruebas y hasta ahora no le habían dado nada que hiciera que se sintiera mejor.

La cabeza le dolía como si fuera a estallarle en cualquier momento, y sentía escalofríos continuamente.

A pesar de su estado seminconsciente, podía distinguir desde allí a los soldados que custodiaban la entrada de su habitación cada vez que la puerta se abría. Ahora las enfermeras le habían dejado completamente a solas, y él solo podía abrazarse a si mismo con fuerza esperando que aquello remitiera de algún modo.

La puerta de la habitación volvió a abrirse, y Mario intentó fijar su vista en aquella dirección. Quería saber quien entraba y que era lo que pensaban hacerle ahora.

Cuando pensó en infectarse con el virus para que pudieran mandarle al campamento con Elena, nunca pensó que esto iba a resultar tan duro, y por lo que las cosas se estaban demorando, probablemente, ni siquiera podría despedirse de ella antes de que la obligaran a dejar la ciudad.

Apretó los dientes con fuerza, en una mezcla de rabia y dolor, gruñó entre ellos.

Pudo distinguir dos figuras esbeltas enfundadas en sus batas blancas como se acercaban a él apresuradamente.

Eran dos mujeres, no le cabía duda, y además le llamaban por su nombre. Cuando una de ellas llegó junto a su cama, se arrodilló a su lado y le colocó la mano sobre la frente, en un acto que mostraba verdadero afecto.

—¿Mario? Soy yo, Carla. ¿Puedes contestarme?

Mario se sintió aliviado al ver que se trataba de ella, al fin podría confiar en que alguien hiciera algo por él. La otra enfermera se quedó en pie al lado de Carla, Mario se fijó en ella, se dio cuenta de que no la conocía, pero le recordaba bastante a Luna. Tenía el pelo castaño oscuro y lo llevaba peinado del mismo modo en que lo hacía ella. Sin embargo, sus ojos, aunque no por ello menos hermosos, tenían el color del chocolate.

—¿Carla?... Por favor... Ayúdame.

—No te preocupes, para eso estamos aquí.

Carla se inclinó hasta poder susurrarle al oído.

—"He venido en cuanto Lenox me avisó de lo que pasaba, y he traído algo nuevo que voy a inyectarte, espero que surta efecto rápidamente."

Carla se incorporó y sacó una jeringa del bolsillo de su bata, luego se dirigió hacia la otra chica y le ordenó que le colocara una vía con el suero que habían traído.

La enfermera comenzó a hacer lo que le ordenaban con una rapidez y eficiencia propia de alguien muy experto, y cuando Mario no dejaba de mirarla, Carla le explicó de quien se trataba.

—Mario, esta es Lena, es una doctora brillante, lástima que no la tengamos en esta ciudad, pero por suerte ha venido para realizar una suplencia, y puedes relajarte, es de total confianza.

Mario no dijo nada, pero no apartaba los ojos de ella, mientras ella ya le había colocado el suero y Carla se disponía a inyectar el contenido de la jeringa en él. Le recordaba tanto a Luna, y aquel día en que le conoció.

Carla volvió a inclinarse sobre él para hablarle en voz muy baja, mientras le tomaba de los parpados y le observaba las pupilas.

—Esto hará que te recuperes, sin embargo, creo que ya sabrás que puede que las cosas cambien un poco para ti, y esos cambios no sabemos si son irreversibles. De todos modos, estoy segura de que en cuanto la fiebre desaparezca, te sacarán de aquí, y una de dos, o te detienen para interrogarte o te trasladan al campamento. Pero quiero que sepas que todos estaremos al pendiente para que nada malo pueda ocurrirte.

Carla se incorporó de nuevo y le hizo una seña a Lena con la cabeza para que abandonaran la habitación, pero antes de que llegaran a la puerta Mario les detuvo con una pregunta.

—Carla, por favor, ¿Dónde está Risk?

AMANECEWhere stories live. Discover now