Querida abrumadora luz celeste

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Llego a casa cerca de las seis de la tarde. Estoy algo agotada. No porque haya corrido un maratón, claro, sino porque no he dejado de pensar en Colin y su grupo desde que salí de la biblioteca.

Entro por la puerta y subo las escaleras sin pasarme por el comedor a saludar. Ni siquiera sé dónde está mamá y la abuela; si es que están aquí. Me tiro con todas mis fuerzas en mi cama apenas la veo, y doy un suspiro. No tengo energías.

Me fijo rápidamente si tengo alguna notificación pendiente en mi celular. Cuando enciendo la pantalla, recuerdo que la única persona que puede llegar a mandarme mensajes es papá. Y de repente siento una presión en el pecho. Bastante fuerte, de hecho; lo que me da a entender que ha vuelto esa idea abrumadora de estar tan sola, pero acompañada a la vez.

La calma de esta semana se derrumba de un soplido.

Se esfuma la estabilidad que he logrado estos días.

Supuse que pasaría.

No solía preocuparme o hacerme sentir mal no tener amigos, no lo tomaba como un hecho importante ni necesario para mí, pero, desde que cumplí los diecisiete, desde qué mis padres se separaron, pasó a ser un tema bastante presente.

Voy a ser sincera..., la soledad me está matando últimamente, y más ahora, luego de ver esa cantidad de grupos de amigos en la biblioteca. Se reían, murmuraban entre sonrisas; disfrutaban. No sé lo que eso se siente. Me encantaría experimentarlo, me harté de ignorar mis deseos durante tanto tiempo. Esa soledad me consume muy lento, cuando en realidad no la quiero conservar en absoluto.

Oli me olfatea la cara al verme tan inmóvil mirando el techo. Ya ha atravesado épocas deprimentes conmigo, y tiene miedo de que vuelva a pasar. Le doy unas palmadas en la cabeza y me levanto para no aumentar su preocupación.

Decido desmaquillarme y cambiarme para luego darme una ducha, así que tomo asiento en el escritorio y comienzo con mi rutina de skincare, aguantando las ganas de llorar, de derrumbarme de nuevo.

Me analizo al espejo y me repito: «Estoy bien. Esto no es un problema para mí, nunca lo fue». Y a la vez me pregunto: ¿por qué decaigo con una insignificancia como esta? Se supone que, luego de estos últimos dos años, no debería querer llorar por sentirme sola.

Pero, aunque no quiera, lo estoy sintiendo. Y es correcto escucharme, intentar entenderme a mí misma. ¿Qué sentido tiene guardar y acumular esto que me inunda el cuerpo si puedo encontrarle una solución? El problema es que no sé cuál es, o podría ser, esa solución. Y mucho menos en un pueblo, en el que «soledad» es la palabra más común.

Recuerdo el tatuaje que reluce en mi abdomen de una viuda negra que me hice hace unos meses con el fin de mantener en mente lo fuerte que soy. Me obligo a visualizarlo cada vez que decaigo, cada vez que la soledad vuelve, y esta no es la excepción.

Lo vislumbro con los ojos llorosos.

Una viuda negra, una mujer fuerte y poderosa.

Me seco las lágrimas que están por derramar mis ojos en medio de un suspiro cargado, y levanto la mirada para encontrarme de frente con el mural que tanto me llamó la atención apenas entré aquí. Es amplio, poderoso. Respiro hondo, y tengo el impulso de pasar mi mano por las inmensas alas negras esqueléticas.

Lo hago.

Se siente algo rugoso, áspero, a causa de las texturas de la misma pared. No entiendo porque estoy entreteniéndome con esto, no puedo apartarme; algo me dice que no lo haga, un imán me retiene.

Recorro todo el contorno hasta llegar al centro, donde se unen ambas alas por un cristal brillante y blanco. Me animo a apoyar mi mano completa en él para sentirlo, cuando una luz celeste intensa y enceguecedora ilumina la habitación entera, parte por parte, abrazándolo todo.

OSCURO GÉNESISWhere stories live. Discover now