Recuerdos y víboras

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Matheus estaba histérico y a la vez feliz por haber tenido un logro a medias en el restaurante. Empecé a pensar seriamente en una clase de objeto conmemorativo para mi cuñado, que diga: El mujeriego del año. Cuando se lo dije, él me salpicó con agua fría en el rostro y dijo que le tenía animosidad.

Yo pasaba los días encerrado en mi oficina intentando encontrar una forma de que los clientes usen la computadora como recurso para obtener cupones de descuento, mientras que el rubio y Boyd estaban de franco. Me habían dicho que irían a un centro de carreras de caballos y luego al casino. Ellos dos siempre actuaban bajo la discreción de las apariencias convencionales. Son personas que no son de clases dispares, y por ello, supongo, que tenían química.

Por otro lado, también estaba pensando en hacer una misa para papá y otra para el tío Lalo, entonces decidí llamar por teléfono a mi madre para ver lo que pensaba al respecto.

—Mamá, he pensado mucho en esta idea —expliqué—. Sería muy bueno, verdaderamente apropiado honrar las memorias de nuestros seres queridos. Además, los vecinos podrán asistir.

Mi madre se mostró entusiasmada.

Queria darle a mamá algo que nunca le había dado y se trataba de la paz mental. Ella siempre fue una mujer lacónica. Su cariño era abstracto, pero se podía sentir tan solo con una mirada.

Recuerdo una noche de lluvia torrencial en que estábamos sentados en la alfombra peluda de la sala. La estufa eléctrica encendida calentaba el ambiente. Papá había dicho que quizás algún día esto mismo se repita en veinte años y estaríamos juntos frente al calefactor con sus nietos, observando por la misma ventana un gran aluvión como en ese preciso instante.

Hoy día, ya no podemos compartir esas especulaciones sobre el futuro. Mi mediocre persona asumía que nada de eso sucedió mientras él estaba con vida. Ya no podemos mirarnos y sonreirnos como ayer.

Cuando llegué a casa, abrí la caja de madera donde había guardado todas las cartas con los pésame. Nunca había remitido esas notas de afecto. Después de todo eran cartas depresivas y medrosas, al leerlas por primera vez, me dije a ni mismo: «Intenta ser feliz con el presente... No juzgues a la gente por insensateces.»

Mathilde estaba cantando a viva voz mientras preparaba la cena y de pronto me vió con cara larga.

—Si no dejas de ponerte triste te saldrán erupciones en todo el cuerpo, pero sobre todo en el pecho. Y no querrás soportar el tratamiento.

—¿De qué hablas, amor?

—¿Recuerdas esas manchas rojizas que me habían salido por el estrés? —inquirió mi esposa.

—No.

Mathilde demostró impotencia por no entender de lo que me estaba explicando. No añadió nada más y se sentó en el taburete de la cocina.

—Ya lo recordé, perdón. Fue cuando falleció Rubí.

La noche parecía espectral, sobre todo porque habíamos invocado a los recuerdos de nuestros amados familiares fallecidos.

—Sí, acudí todas las semanas durante veinte días al consultorio del dermatólogo. Incluso un día me habias acompañado. El médico me untaba una emulsión de color amarillento verdoso y luego me cubría con pequeños parches de gasa.

De pronto sonó el teléfono. Matheus quería venir a casa para jugar a la lotería. Mencionó que habían ganado ese juego de mesa en una feria. Mathilde se llevó las manos a la nuca y luego corrió a apagar la hornalla.

—¡Qué bueno que la sopa de verduras no se quema!  —gritó.

—Nena, estoy famélico. Mi estómago está chillando. Sírveme la sopa caliente —dije en un tono risible.

—Jodete. Esperemos cinco minutos más. Así comemos todos juntos.

—¡Cielo!, ¿Ahora te cae bien tu nueva cuñadita?

—¡Ay, me dejaste temblando! —dijo mostrándome la mano— mirá cómo tiemblo con lo que me decís.

—Amor, es un chiste.

—¡Pero cállate!

—Si, pero... la pobre de Monique va ser reemplazada por tu archienemiga.

—¿Y qué?

—Solo digo...

—Las dos son mujeres. ¿Qué diferencia hay?

—Mathilde, no tires indirectas, ni digas nada grave por favor.

—¡Ay, si, pobre Monique? —dijo irónicamente —, seguro que en estos momentos esta comiendo la salchicha del salchichero.

—¡Mathilde! —dije ojiplático.

—Monique...tan dulce que es... ¿por qué no me dejas de joder con tantas pavadas? Ya soy mayor de edad y no necesito a nadie que me diga que decir.

—Mathilde...—dije y puse los ojos en blanco.

—Bueno, al fin y al cabo ella no volverá con Matheus y... no estaría mal que mi hermano se case con otra. Total todas son unas víboras de mala muerte. Éstas no caminan, solo serpentean...




Infames (Borrador)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora