El profeta

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Antes que arrancara el auto, Monique se incorporó como predicadora abstemia y dijo:

Si ustedes se van juntos yo luego tendré el derecho a desconfiar.

Monique se puso de pie nuevamente y sin darme cuenta ya había caminado hacia ellos. Mientras terminábamos los tragos, ella y el rubio discutían acerca de cómo obrar con Boyd; desde el ventanal los veíamos y yo intentaba no mirar ni a Patty, ni a Matheus. Por alguna razón nadie más se quiso meter y por nadie más pienso en Mathilde. ¿Qué vas a hacer con esa turra?, chilló Monique a viva voz, cada una de sus palabras irradiaban unos celos descomunales.

La rubia los ignoraba, tenía las piernas cruzadas. Del otro lado de el bar, una mujer me sonreía sin parar intentando llamar mi atención. La mujer se acercó y me clavó la mirada detrás de sus pestañas postizas. Al ver lo que sucedía, Mathilde posó su mano en mi pierna.

Hacia casi media hora que no paraban de discutir ahí afuera. En ese momento apareció una de las meseras, dijo que se llamaba Doris. Nos preguntó si sabía porque nuestros compañeros estaban gritando. Mathilde dijo que su hermano era el tipo rubio de chaqueta de mezclilla azul. Doris abrió los ojos como platos y le preguntó si estaba soltero. Mathilde encendió un cigarrillo y le dijo que sí. La joven se sentó a su lado y se pusieron a conversar.

Sentado inmovilizado en la misma silla, junté los pocos pesos que tenía en la billetera y me pedí una copita de Moscatel. De nuevo apareció la chica misteriosa, se sentó en la mesa de al lado con los codos en la mesa, ahora tenía el cabello recogido y se podía ver bien sus facciones. De repente entró Matheus y se sentó conmigo. Le hice un guiño para que entienda la situación.

—No seas boludo —susurró el rubio— seguro que esta mina es fácil.

Tomé lo que quedaba en la copita. Mi intención era pasarme de mesa, pero estaba Mathilde, y con ella viéndome era evidente que algo muy malo iría a hacer, sin embargo no podía dejar de mirarla. Sus ojos pardos eran tan brillantes como la luna, sus labios rojos parecían un manjar de los dioses, sus largas y fornidas piernas terminaban en unos bonitos pies, cubiertos por unas finas sandalias de plástico rosa. En mi mente solo conseguía divagar y no podía avanzar con la feliz emoción de un típico soltero. Mis ojos se escabullian para mirarla de una forma furtiva.

—Bueno —dijo Matheus— ¿querés que le pida el número de teléfono?

—¡Ja! Para vos es todo sencillisimo.

Matheus parecía un profeta, un líder carismático para las mujeres. Sabía muy bien que el podría ayudar.

—Dejá de querer ayudarlo, subnormal, se escucha desde lejos sus cuchicheos —chilló Mathilde.

—Esperá, tranquilízate —dije sin vacilación ni temor.

—Andá, antes de que se teje la hipótesis de que tengo castrado en casa —añadió desafiante.

Mathilde bebió su cerveza, la espuma bañó sus finos labios.

—Déjalo ser —dijo Boyd — , si sale con hombres es gay, si sale con mujeres es un mujeriego. Siempre serás juzgado por esta estrambótica y blasfema mujer.

La mesera lanzó una carcajada creyendo que era una broma.

—Cállate, trola —chilló la rubia —necesitás electroshock para implantarte el raciocinio lógico en tu cabeza.

Los tres aullaban como monitos de feria ambulante.

—Ves, ahora la tipa se fue —dijo Matheus.

Entendí que las oportunidades a veces golpean distraídamente tu puerta y si no estás para abrir, sonaste...

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Infames (Borrador)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora