Sonidos

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Finalmente Mathilde cedió, entonces comenzamos a hacer la mudanza. Ella tenía tanta ropa de color negro que me parecía increíble. Mientras colgábamos sus sombrías prendas de vestir en el placard, no pude evitar el recuerdo de Lalo.

Ahí mismo estaban guardados los trajes de lentejuelas; con sus adornos espectaculares, sus tapados de visón, sus tacones altos plateados y sus pelucas de cabello largo. Todo hacía alusión a Enchanté.

Recordé que cuando ella pisaba un escenario, éste pasaba de ser monótono a una delicia veraniega. ¡Que bellos momentos! Esto me recuerda a ese regocijo que experimentaba su público.

En realidad esos viejos tiempos siempre estarán presentes aunque los espectadores tengan un reemplazo en el antro de esta ciudad. Como Enchanté, él trabajó durante décadas, en todas partes y en todos los niveles. Sus números nunca aburrían y siempre marcaba nuevos récords.

Era un símbolo, quizás - no se podía esperar un entretenimiento más divertido -, y ahora estoy contemplando su vestuario que ocasionalmente hacía bambolear a los tipejos del club nocturno.

Sin embargo me sentía apesadumbrado. La situación era deprimente. Mathilde estaba sentada a mi lado en el borde de la cama, colocando su ropa en las perchas de madera, moviendo sus pies descalzos.

Dame ese periódico, Mathilde. Voy echar un vistazo al obituario de Lalo.

¿Otra vez? —respondió Mathilde, arqueando una ceja.

Es que me gusta como ha quedado la publicación —dije, mientras cerraba las puertas del placard.

Bueno, bueno, dejémoslo ahí. Dudo que mi cabeza pueda soportar tu trauma en este momento —atronó la rubia.

¡Mathilde! ¿Esa muestra agresiva de tu mala educación es el resultado de estar viviendo sola durante tantos años?

Cállate, subnormal —dijo Mathilde, pasando frenéticamente las hojas de una revista.

La rubia se recostó boca abajo, con los pies hacia arriba.

¡Dejá de hamacar los pies y ponte unas medias! —rechisté enervado.

Demetrius, hace muchísimo calor. ¡No rompas las pelotas! —respondió encolerizada.

Mejor dormite, así no tengo que escucharte —mascullé.

¡Qué coraje! A los hombres les gusta que los traten así —chilló la rubia, mientras se colocaba un par de calcetines rojos.

Había comenzado a lloviznar. De golpe me di cuenta que había dejado el televisor y la radio de Mathilde en el patio. En verdad— y odio decir que fue mi culpa— me arrimé al marco de la puerta y vi que estaba todo empapado. Me temblaban las piernas.

¡Ja! ¡Que mierda! —inquirió ella mientras asomaba su cabeza por una de las ventanas que dan hacia el patio.

Lo secaré con una toalla y con el aire caliente de un secador de pelo —dije tartamudeando.

Es buena idea. Hazlo. ¿Y luego qué?

Después veré si no hacen cortocircuito.

No sé. Tal vez exploten si los enchufás al toma corriente —interpeló ella.

—Bueno, si no funcionan podemos comprar un nuevo televisor —sugerí.

¿Con que guita? —cuestionó la rubia, mordiendo su labio superior— , yo no voy a comer guisado por siempre para que podamos ahorrar el dinero suficiente para reemplazar todo esto.

Cálmese, tengo algunos objetos de valor para vender —dije con esfuerzo.

En ese momento escuchamos un extraño ruido que provenía de la otra habitación. Era como el sonido de unas campanillas metálicas. Mathilde abrió los ojos como plato, luego hizo un paso para atrás y éste desapareció mágicamente. Su rostro se había inmutado y guardó silencio.

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Infames (Borrador)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora