Cocinando contigo

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Cuando colgué el teléfono, le conté lo sucedido a Mathilde. Ella planteó que era un suceso espeluznante y apoyó la idea de que podría ser un relato falso para llamar la atención. Pero... ¿con qué propósito?

A medida que pasaban los minutos, el concepto de la idea de un asalto se volvía cada vez más débil, pero tampoco habría algo real que descarte que era un invento. Ella desarrolló la teoría de que su hermano quería ser incluído y no juzgado por los demás durante la festividad.

Su teoría sugiere que cuando venga a pasar la nochebuena, nosotros debemos mostrarnos compasivos y entregarle nuestra alma como si fuera papas fritas en un recipiente, conectando nuestro espíritu navideño con su conciencia ¿Tenía sentido? ¿Por qué su propia hermana era tan temerosa? ¿Por qué él siempre logra revolucionar nuestros pensamientos? 

Mathilde dejó el tema de lado y se puso a cocinar. Había que preparar un gran banquete y no había mucho tiempo disponible, ya que lo habíamos ocupado con una gran limpieza. Mientras la rubia pelaba las papas dejó escapar un sonido, como un quejido. Al levantar su cabeza, vi el sudor en su frente y sus ojos se clavaron en los míos.
Con el cuchillo en su mano, logró erguir su cuerpo. Moví mi mano ligeramente para darle entender que estábamos con prisa.

Ella me lanzó una mirada de odio y señaló con el dedo el reloj de la pared que marcaban las diecisiete y cuarentena minutos. Subí la potencia del ventilador de techo y ella se quitó el vestido quedándose en ropa interior, y antes que pudiera reaccionar, me selló la boca con un corto beso. Supuse que estaba muerta de calor ya que la temperatura era muy alta. Estaba haciendo 34° C.

Sofocada, solo atinó a seguir preparando la comida. Sin embargo mis ojos vagaron desesperados hacia la calle. La ventana estaba abierta y las vecinas de en frente ya estaban cuchicheando. Con tirón energético cerré la persiana americana. No era reconfortante saber que esas viejas podrían hacer denuncias falsas.

—¿Qué ocurre? Necesito luz —dijo con voz gutural.

—Las vecinas son unas cotorras y te estaban observando desde la vereda de en frente.

Cuando le dije lo que pasaba mi miedo se evaporó en el aire. Mathilde se inclinó y entreabrió la persiana. Ella no reaccionó; ni siquiera parpadeó.

—Esas viejas son unas chusmas de barrio —respondió con su voz áspera—. En lugar de anteojos deben tener binoculares. A veces tengo la sensación de que alguien me observa.

La comprendía muy bien: este vecindario no se parece al otro.

—Es posible, siempre están alerta.

—Parece que nunca vieron a una mujer en esta casa —bromeó la rubia mientras me dirigía una falsa sonrisa.

—¡Ja! ¿Enchanté no cuenta como mujer? —exclamé mientras salpimentaba el pollo.

—Supongo, tu tío cuando se vestía para el espectáculo si que parecía una auténtica mujer —anunció Mathilde con confianza.

Eché una mirada a la rubia y vi que comenzaba a bañarse en sudor. Ella respiraba con pesadez.

—Creo que voy a comprar un aire acondicionado esta semana —chillé.

—Sé que estoy sudando como puerco, pero no te pongas en un gran gasto ahora —cuestionó en un modo autoritario.

—Lo haré, tengo plata. ¿Olvidaste que vendí el cuadro de Andy Warhol? —rechisté.

Mathilde no dijo nada y sacudió violentamente su cabello rubio.

—Es tu plata —inquirió mi amiga.

La cena estaba semi preparada, solo faltaba hornear los vegetales, la carne y el pollo. Respiré hondo. Me sentí invadido por el entusiasmo al pensar en esta cena. Pero esta vez sería mejor, porque las conversaciones y la alegría podría durar para siempre.

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Infames (Borrador)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora