III

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Antes de que el cielo se aclarara, Victoria se dirigió a la proa y miró el océano, completamente negro, con las manos sobre el antepecho. No se quitó la capucha. Sus ojos melancólicos se concentraron en el horizonte, allí donde la esperaba la ansiada libertad. Conforme veía el aura ascender sobre las aguas del mar, su vista comenzó a arder, y sentía que su piel se calentaba pese a recientemente haberse alimentado de un frasco.

      Se había dicho a sí misma que no miraría atrás, que Lord Stephen Collingwood no sabría de su huida, pero se cuestionó y se increpó por tal error.

      «Ya no te puede hacer daño —pensó—. Está viviendo en su fábrica de carruajes. Ya no le importa quién fuiste o qué haces. Te cree muerta. Puedes ser una mujer que se le parece a su recuerdo, nada más.»

      Demian la abrazó por detrás.

      —Ven, vamos a entrar —le dijo—. Armin nos consiguió un buque con una buena recámara, fuera de toda luz de día. Se duerme bien allí. Los marineros estos ni hacen preguntas. Les da igual si somos vampiros u hombres lobo.

      La navegación fue para ambos el comienzo de un momento pacífico y poético, así como también reflexivo. La comodidad de las camas, a diferencia de los clásicos féretros, sirvieron bastante bien para sus cuerpos. La tripulación constaba de ocho hombres. Era un equipo limitado, pero se distribuían bien en aquel velero mediano. A menudo, estos hombres intercambiaban entre ellos comentarios y observaciones sobre los vorloks, como sus ausencias en los días o sus negativas para asistir a las comidas.

      —Qué raros son los clientes —comentó el contramaestre a su subordinado. Pelaban patatas juntos—. Ha sobrado el alimento que se supone que es para ellos; pero mejor, así va más para nosotros.

      —Sí, señor, es cierto. ¿Y ya vio cuánto dinero tienen? Sus apellidos no me son familiares.

      —Quién sabe, pero el tal Richard Bright es el único que viene a comer con nosotros.

      La embarcación ocupó tres días en llegar a las costas de Francia, a la ciudad de Calais. Llegaron al anochecer del tercer día para su mayor beneficio. Victoria observó que, mientras descargaban la carroza y sacaban a los caballos de la reducida caballeriza, había demasiadas banderas blancas con un águila negra en el centro. Preguntó a sus compañeros cuál podría ser la razón de tanta movilización marcial. Arminius explicó que una guerra reciente había ocurrido: el conflicto franco-prusiano, en el que la nación gala había sido derrotada. Debido a esto, la porción de territorio en donde se encontraban estaba ciertamente tomada por el beligerante victorioso.

      A lo largo de la noche, Armin hizo de cochero y habló sin parar sobre la guerra y su postura ante esta; decía que prefería la paz, como todo hombre de buen juicio, pero que había enfrentamientos necesarios, y este era uno de ellos, pues se disputaban tensiones y territorios. Explicó con una metáfora el resumen de las causas así:

      —Figúrense una botella de licor bajo la presión constante de una prensa —decía el erudito desde el pescante—. El aumento de la fuerza debe ser tan lento, tan gradual, que debería parecer imperceptible. De un momento a otro, ¡pum! Estalla...

      La carreta cruzó por valles y planicies con los vestigios de la destrucción. Había tragedia por todos lados, una que, a pesar de haberse terminado hace poco más de un año, todavía era bastante visible. Edificios completos, de arquitectura antigua, manifestaban sobre sus muros marcas de balas y agujeros más grandes, pertenecientes tal vez a los cañones disparados desde las colinas cercanas.

      Aparecieron de pronto arboledas negras y marchitas donde se posaban cuervos a graznar a su paso, como si estos auguraran terribles predicciones sobre quien pasara por allí. Cuando Victoria puso atención a los pajarracos, estos bajaron a picotear esqueletos que yacían sobre los eriales, o que colgaban de las gruesas ramas quemadas por incendios pasados. Eran sitios apartados en los que los derrotados se negaban a recoger a sus muertos, soldados abandonados cuyos nombres ya no serían recordados por nadie.

      Pero los pueblos fantasma eran peores. Erlik comprendía los gestos de desagrado de Victoria y coincidieron sus en opiniones.

      Noches después, antes de llegar a la próxima ciudad francesa en su itinerario, San Quintín, Victoria volvió a soñar con Ovcenia. Esta vez vio personas importantes, a la ciudad en llamas, edificios vacíos cual si hubieran transcurrido años, y numerosos cadáveres sobre las calzadas empedradas. El reloj, en medio de la tempestad, conservaba aún la lisura de su color amarillo. Marcaba las ocho, con el minutero apenas una pulgada detrás del seis. Y le pareció mezclar sus visiones con lo que veía por la ventanilla; creyó haber visto, por ejemplo, que un jabalí muy grande y de pelajes como el carbón corría libremente sobre los esqueletos. La bestia entraba y salía de las construcciones derruidas profiriendo chillidos porcinos de excitación, y se acercaba a ella, para mirarla con sus ojos vacíos y negros.

      —¡San Quintín! —avisó Armin, devorando una pieza de pollo—. Por la guerra, el pueblo está un poco devastado, pero la actividad es buena desde que acabó el conflicto.

      El erudito dijo que buscaría una posada que no ocupara tanto dinero del presupuesto y se ausentó un momento para buscar un baño. De paso buscaría más alimento para los caballos. Victoria pensó que aquel instante podría ser útil para comunicar las novedades a sus amigos. Tenía miedo de que, al llegar, estallara otra guerra y se sabotearan sus planes. Le empezaba a fastidiar la imprecisión de Zellem; si hubiera un evento trágico en el futuro para el que debían prepararse, ¿por qué no se los decía de una vez?

      «Si crees que sabes lo que pasará, estás muy equivocada —dijo una voz en su mente. No se parecía a la típica con la que hacía sus soliloquios internos—. A veces parece que ya se ve dónde desemboca el río, pero puede ser un afluente.»

      —¡Vicky! —La vocecita de Erlik la sacó de sus pensamientos—. Es hora de bajar. Armin ha conseguido un buen refugio.

      El hostal era una casa de tres pisos, de estilo renacentista y con balaustradas frente a las buhardillas. A Demian le pareció que la arquitectura era adecuada para ellos; las paredes ennegrecidas y los amplios salones guardaban bien las sombras y el frescor. Detrás de la antesala, incluso, había un claustro con un jardín de abetos altos, por los que uno se podía asomar a través de los balcones sin que el sol le derritiera la cara. Así, Armin les reservó una recámara arriba, de dos piezas y biombos incluidos, mientras que él se quedó abajo.

      Allí, en la intimidad de su habitación, Victoria y Demian compartieron la cama sin preocuparse de los planes, y ella se calló los detalles de sus sueños, los cuales parecían irritar a sus acompañantes cada vez más.

      Una vez hubo culminado su acto de placer, los amantes se rodearon de las frías sábanas y platicaron hasta el mediodía. Por fortuna, los árboles cumplieron su propósito tanto como las nubes.

      El vampiro se quedó dormido como lo haría en un ataúd y Victoria se levantó de su lecho para acudir a una tarea que la tenía preocupada. La inspiración de repente la embargó y se dirigió a su talega, de la que extrajo el diario de su madre y una camisola nueva. Victoria abrió el libro y midió el resto de las páginas que faltaba por llenar. Escribió: «Parte dos por Victoria Kedward, la hija.»

      Intentó, pues, llenar dos o tres páginas, pero luego se quedó dormida sobre el documento, y soñó una vez más. Esta vez, no vio ninguna imagen sobre Ovcenia, sino una visión completamente diferente.

Bloody V: Réquiem de Medianoche ©Where stories live. Discover now