VI

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Lily Twincastle era una jovencita de larga melena áurea, parda, un poco ondulada, semejante a un mar de trigo bajo el yugo de una fuerte ventisca. Sus peinados no eran mérito propio, porque cada mañana pedía a Magdalena Benton que le trenzara dos mechones y le cepillara el resto. Tenía una obsesión por la apariencia, y sabía que era muy bonita, pues le encantaba admirarse durante minutos en el espejo. Gozaba de unos vistosos ojos azules que, a diferencia de los de su padre, estos eran almendrados y de hinchados párpados inferiores, y añadían cierto aspecto risueño a su mirada, así como malicioso, aun sin querer. Su nariz era lineal y delgada, muy blanca y de cierta diafanidad, y hacía una excelente combinación con sus magros labios, aceitados, rosados y traviesos. En la comisura de su boca también se delineaban unos hoyuelos verticales, entre un tanto ovoides y curveados. Tal rasgo se le acentuaba cuando reía. Su frente era amplia, lechosa, desde arriba de sus cejas hasta el nacimiento de su cabello.

      Costumbre era ya que, tras los primeros rayos del sol, la nana Lena viniese con una palangana, tocara la puerta y entrara —ya permitida su petición— con un poco de agua para el aseo de la señorita. Le cepillaba el cabello y le trenzaba dos líneas en forma de Y. Pero no aquella mañana, pues apenas hubo desechado el agua, Lena recibió una orden distinta:

      —Que me la haga Victoria, ya que ahora es una criada más.

      —Bueno, señorita, me temo que será complicado; Victoria está concentrada en su repostería. Su hermanastra ha resultado ser magnífica dedicándose...

      —No me interesa. Quiero que sea Victoria quien me haga mi peinado. —Se volteó hacia su ama de llaves—, y es una orden, o le diré a mi padre.

      La rabia juvenil que sus cerúleos iris chispeaban era sin duda de temerse.

      —Señorita Twincastle, ¿no cree que es ya mucho lo que le han hecho a esa pobre...?

      —¿Le pedí su opinión?

      —No, señorita.

      —Bien, entonces tráigala.

      —Enseguida.

      Victoria tenía sus días ya más que arrutinados. Sus hábitos la tenían ahora en un refugio muy cómodo. Si alguna angustia cruzaba por su mente era la de tener a Natalie curada y volver a ver al tal Demian. No se le había olvidado tampoco su arrebato de lujuria, aquel que ni había intentado repetir, porque un sentimiento de culpabilidad subvenía al acto.

      En tanto amasaba la levadura, se imaginaba locuras que al poco tiempo reprimía. Incluso se persignaba sin razón, cuando, de pronto, el supuesto vampiro repetía su conocida frase. Era imposible, se decía, no existen los vándores, o las hadas, o los vampiros de sangre mágica; eran trucos de su mente, de su miedo a las supersticiones, productos de una constante opresión. Como quería una salida rápida para el mal que aquejaba a su mejor amiga, se imaginaba una manera fantástica de ayudarla. Pero no le pediría a un demonio la salud de Natalie antes que a Dios. Aun cuando recordaba el acto impuro de egoísmo, Victoria imaginaba el impacto de la cuchara contra su mano, cual si retrocediese a su época de quinceañera.

      «Impúdica —se decía entre cada azote—. Impúdica.»

      —Señorita Twincastle —escuchó en el umbral de la cabaña. Era la voz de Lena, solo que traía un semblante avergonzado—. Venga, por favor.

      Se acercó con timidez.

      —¿Sí, Lena? —Las demás miraron, intrigadas.

      —Necesito que haga usted algo por mí. Me maldeciré por pedírselo.

Bloody V: Réquiem de Medianoche ©Where stories live. Discover now