VI

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En su nuevo sueño, Victoria se encontró de repente en un páramo. La tierra helada le restaba sensibilidad a sus pies, y una ventisca amenazaba con congelarla. Caminó durante horas, sin saber a dónde se dirigía, escuchando a la distancia la voz de una mujer. Los gritos se hacían cada vez más cercanos, y en un instante se convirtieron en murmullos que la llamaban desde un mausoleo en medio de la nada.

      Aquel sitio se asemejaba a una capilla pintada de blanco, con su cruz sobre la bóveda; pero en lugar de un nicho que resguardara alguna figura sacra, se encontró con una trampilla, al interior del hueco. Los resquicios brillaban cual si dentro hubiese un incendio: surgía humo del candor, aunado a unos alaridos que parecían provenir de otro mundo. Tomó la argolla creyendo que se quemaría, pero no le sucedió nada, y Victoria pudo entonces descender una escalinata que en realidad no estaba envuelta en llamas.

      —Ven, niña de mi corazón —susurró aquella mujer otra vez.

      El aroma del incienso se volvió penetrante. Allí parecía celebrarse una reunión pagana, tal vez con rituales oscuros. La joven continuó después por un pasillo, como el de un templo, y admiró grabados en las paredes, similares a los que representaban la escena del bien y el mal que había visto en el frontispicio de Ste. Clarimonde.

      Al fondo del mismo pasillo se apareció una entrada solo provista del dintel. Dentro se vislumbraba una cripta muy elaborada, quizá construida con mármol. En la tapa de la tumba reposaba la escultura de una mujer desnuda que cubría sus partes íntimas con las manos. Supuso que sería una Venus de Milo, pero no lo supo con certeza, porque el resto de la obra carecía de los atributos con los que contaba la clásica pintura.

      Con una sorprendente fuerza, Victoria pudo remover la tapa, y así descubrió el origen de la voz femenina. Allí dentro yacía el cuerpo de una mujer de cabellos dorados y un rostro muy exquisito que invitaba a acariciarlo.

      Y así lo hizo.

      Repasó con los dedos sus facciones, y tocó con mesura aquellos labios, carnosos, todavía cálidos como si el cuerpo acabase de expirar.

      Los ojos de la dama se abrieron.

      Victoria retrajo la mano como si se hubiese pinchado, aunque tal detalle no bastó para que huyese ni mucho menos, sino que continuó arrobada por su belleza; y sus iris, verdes como los suyos, giraron hacia ella. La joven intuyó que esta le diría algo, pero el ser solo le acercó su mano derecha: de delicadas uñas, piel sonrosada y dedos finos, Victoria la tomó y sintió una candidez que la llenaba de dicha y amor. Una agradable sensación le transmitió paz.

      La mujer se sentó en su lecho y comenzó a arañar el borde de su propia tumba. Su boca no se movió, a pesar de que Victoria aguardó por un discurso, palabras que le dieran sentido a su odisea por el yermo, pero aquella siguió rasguñando el mármol.

      Luego Victoria despertó, mas los rasguños continuaron.

      Se levantó, decidida a encontrar el origen de los ruidos, y abrió el armario con una vehemencia impropia de sí. Los goznes crujieron y las puertas se azotaron. La luz del hogar, ya casi extinta, no le era suficiente, así que tomó su palmatoria.

      Indagó en cada repisa. Removió sus ropas de un lado a otro y tuvo miedo de encontrarse con una rata. Pero poco le importó, porque continuó con su labor de búsqueda, hasta que palpó una tabla que parecía movible. Dejó la vela a un lado. Posó sus dedos en la superficie e imprimió fuerza. Tras un leve instante, la tabla cedió y develó una parte del interior: otra repisa dentro de la pared, que más bien parecía un nicho secreto como para que alguien guardase allí sus preciadas alhajas. Corrió la tabla, dispersó una columna de polvo con la mano y se encontró con un legajo. Había quedado fascinada con aquel misterio, mientras desenvolvía su hallazgo como si fuese un ansiado presente. Sus sueños y los ruidos le habían causado que su pecho rebosara de un grato presentimiento.

      Cuando desenvolvió el legajo y se deshizo de la cuerda y el resto de los papeles —todos recortes de periódicos de más de treinta años de antigüedad—, encontró un librito, cuya portada estaba forrada de cuero, y su encuadernación de rústica, hecha a mano. Lo abrió en la primera página y leyó la siguiente dedicatoria:

A mis padres. No los odio, pues si lo hiciera, sería yo desagradecida, y no lo soy; lo sé. Quiero que sepan que, si acaso leyeran estas palabras en cursiva, les tengo en mi mente y corazón, a pesar de todas las diferencias que propiciaron las decisiones que estarán en este diario. Y a mi querido Víctor o Victoria, que, a falta de un par de días para que nazca, ya le tengo un nombre.

Wilhelmina Kedward. 26 de diciembre de 1851

Bloody V: Réquiem de Medianoche ©Tempat cerita menjadi hidup. Temukan sekarang