XV

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Newcastleton era un pueblo que los viajantes solían utilizar como de mero tránsito. Allí no residía nadie más que los comerciantes, pues su economía se ceñía a la cultura nómada de muchos migrantes del este de Europa que buscaban un refugio en un entorno pacífico y natural en donde no tuviesen problemas con la ley o la sociedad de clase.

      En el ambiente nocturno de Newcastleton se respiraba un aire bohemio, que invitaba a los foráneos a sentirse parte de allí al menos lo que durase su estadía. Había a lo largo de la calzada principal, Hermitage Street, una vía de ferrocarril que se extendía sobre las colinas del norte.

      Así que, Victoria y Demian, alucinados por una deliciosa noche de fiesta, la belleza solitaria del pueblo, aunado a la contradictoria diversidad étnica de los habitantes, habían aceptado, gustosos, la invitación de rodear una hoguera, que reemplazaba la derruida fuente. Los migrantes y sus huéspedes se habían acomodado en la plaza de Douglas Square para efectuar una obra de teatro, que estaba por comenzar, y que debía actuarse sobre un modesto escenario ambulante: un carromato reforzado de imágenes y ornamentas con los colores de su bandera.

      Victoria también había advertido que las mujeres llevaban hermosos vestidos con pasamanería de flores primaverales: el ruedo de sus faldas llevaba un anillo de jazmines, mientras que, debajo de la cintura, una hilera de rosas, y bajo esta, otra más pero de gardenias; y las vivas tonalidades hacían juego entre ellas, además de combinar al tiempo con sus corpiños amarillos, mangas negras y talles azules celeste. La hermosura de aquellas mujeres era notable: sus facciones, rubias, pecosas, finas, se diferenciaban bastante de la bien conocida apariencia femenina que habría por todo el Reino Unido. Las migrantes tenían las narices más respingadas, las dentaduras más uniformes, rostros más angulosos, cejas un tanto más delgadas y claras, e iris más relucientes. Ellas reían, jugueteaban con sus ropas y danzaban entorno al fuego.

      El líder de los migrantes era un sociable hombrecillo de nariz achatada. Su acento era más marcado que el del propio Demian, pues pronunciaba la letra ere no con un toque de la punta de la lengua del paladar, sino que la hacía vibrar como un motor, y agregaba íes innecesarias a su dicción. En tanto ellos recordaban los viejos tiempos, aquel individuo, en su peculiar modo de hablar, olvidaba las palabras y hacía ademanes para que Demian lo apoyara.

      —He vivido en este país por casi veinte años y todavía no me acostumbro al inglés. Aquí todos tienen acentos muy distintos; algunos ni los puedo entender —argumentó el líder de la caravana—. Los escoceses son muy complicados en su pronunciación, al contrario de los ingleses, que parlotean con una elegancia muy arrogante. Extraño Verislavia, amigo, ¿qué te puedo decir? ¿Tú no?

      —Sí. Pero no he regresado desde finales de la edad media.

      Victoria se alarmó por semejante declaración. ¿Sería el extranjero también un vorlok?

      —Oh, será mejor que no lo hagas, viejo amigo. Allí continúan tan supersticiosos como siempre. Además, todo era mejor antes de que llegaran los condenados rusos a invadir nuestro hermoso hogar, y no se diga de los despreciables turcos. ¡Que los infiernos se traguen sus malditas costumbres y religiones!

      —Sí... Supongo que sí... Y, hermano, quisiera presentarte a esta dulce mujercita que me he encontrado en Inglaterra. Su nombre es Victoria.

      —Bella señorita. —Le dio la mano—. Mi nombre es Dilmitri Bespolenski. —Hizo un gesto con el sombrero—. Me encargo de dirigir este pequeño espectáculo rodante. Algunos escoceses nos tratan bien, otros son un tanto hostiles y nos llaman forasteros, pero no hay nada mejor que compartirles a los británicos las hermosas tradiciones de nuestro hogar. Estas chicas y estos caballeros que ve usted aquí no son más que mis colegas de teatro. ¿Quiere acompañarnos a aprender un poco de la historia de nuestro país?

      —Oh, sería muy interesante. ¡Me encantaría!

      —Muy bien, chicos... —Dio tres palmadas—. Es hora del espectáculo. Hoy nos toca nada más y nada menos que la historia del Reino de Verislavia, un cuento de dolor y tristeza, sin finales felices, pero necesario para que nosotros hayamos existido; y es que el verislavo que es auténtico, de corazón, sabe que de la adversidad pueden venir grandes cosas. —Se quitó el sombrero y se fue con un paso rítmico un tanto cómico.

      El monstruo y compañía se sentaron en primera fila, en un grupo de sillitas improvisadas que los extranjeros habían dispuesto para los viandantes que querían ver la obra. El precio era de dos chelines; aunque para Demian, por amistad, se anuló el cobro. Otras personas se habían acercado también, de entre ellos una pareja de enamorados que no conciliaban el sueño y disfrutaban de lo último del clima estival de la campiña; y, por último, un hombre que decía disfrutar de «las diversiones gitanas», también había pagado su cuota, mientras devoraba unos caramelos.

      Los actores y Dilmitri asumieron su cargo y montaron el escenario que, a pesar de su modestia, estaba bien provisto de candilejas, y lucía como uno profesional aunque más pequeño. La música comenzó a escucharse. Un sujeto detrás del telón ejecutaba un redoble de tambores.

      Dilmitri había comenzado a narrar la obra, pero como se le olvidaban las palabras inglesas, una políglota llamada Evgenia prosiguió con la historia.

      Cuando la representación sobre la historia de Verislavia terminó, Victoria y los demás aplaudieron. Dilmitri salió de detrás del escenario.

      —¡Es una gran historia, señor Bespolenski, pero muy triste! —exclamó Victoria—. Y la voz de Evgenia, muy deliciosa y atrapante. Aunque, yo más que Rey Rencoroso le hubiera llamado Rey Soñador: pensó que lograría levantar más de lo que sus propios brazos podrían.

      —Tienes razón, damita mía, y me alegra que les haya gustado. ¡Son bienvenidos cuando quieran! ¡No pagarán! Prométanme que regresarán, Bathalpath.

      —Por supuesto. ¿Qué prepararás después?

      —Oh, mi episodio favorito; el que más gente atrae: la historia de Erzsébet Kárpáthy. Dentro de un mes pretendemos exhibirla. Ya hace un tiempo que no ensayamos esa parte de la historia.

      —¡Brillante! —dijo Demian—. No me la perderé por nada.

      —Yo les agradezco, amigos. Y te escribiré, Bathalpath. Te avisaré con anticipación.

      Ya pasaba de medianoche, una hora muy fría y lejana para Victoria. Se encontraba muy cansada. Demian decidió, pues, que sería buena idea llevarla en sus brazos. Ella se avergonzaba: todavía no había pensado en darle más crédito a la amistad que había realizado con el vampiro. Pero el monstruo, tras haber ignorado el calor de aquellas arreboladas mejillas, cumplió su cometido y la llevó a pesar de las avergonzadas negativas. No podía volar, necesitaba pisar el suelo de cuando en cuando; no obstante, viajar recostada contra su pecho, a la vez que ocupaba la chorrera de su amigo como una almohada, era un placer que se había dado el lujo de aceptar.

      Una vez llegaron a Dreadfulton Hill, Demian ascendió por los aires y la depositó con mucho cuidado al otro lado del dintel de su ventana.

      —Me divertí mucho esta noche, señor Vampiro. ¿Volverá? No quisiera irlo a buscar.

      —No se preocupe, mi dulce mujercita, estaré aquí cuando me necesite —replicó con la altivez que ya le caracterizaba—. Todavía tengo placeres que mostrar. Hasta luego. —Y se echó a volar.

      —Hasta luego... —le contestó, a pesar de que el monstruo ya se había ido—. Mi dulce señor Vampiro...

Bloody V: Réquiem de Medianoche ©Where stories live. Discover now