VII

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El regreso a su habitación se había efectuado sin contratiempos. Victoria creyó que nadie la había escuchado o visto a su paso por el rellano. La lámpara estaba caliente y llena de hollín. Se imaginó que, si su padrastro le hubiese oído, tendría evidencia para confirmar su huida nocturna. Más pensamientos así le obligaron a estar atenta: vigiló con una oreja pegada a la puerta por si aparecían los pasos de sir Abraham. Pero aquello no sucedió. Victoria se rindió y se echó al suelo a lamentarse, con otra serie de preocupaciones arremolinándose en su cabeza. ¿Y si el vampiro no estaba dispuesto a darle de su sangre, al menos una poquita? ¿Qué haría? La culpabilidad le agobiaba; lamentaba haberle tratado así. Demian era un caballero, un hombre común con ganas de escuchar sus penas, y Victoria necesitaba comprensión. El supuesto vampiro también había ofrecido su amistad, la había elogiado... Tal vez buscaba compañía, puesto que, quizá, se sentiría muy solo allí en los bosques sin nadie más con quien hablar. Y leía, según él.

      «Tendríamos conversación —había dicho la criatura.»

      «¡Pobre! ¡Pobre Sr. Vampiro!»

      Pensó una vez más en su vida, en cómo estaba condenada a las tristezas, a la miseria, a sufrir opresiones que derruían sus sueños. Y con estos tormentos se dirigió a la cama y se dispuso a soñar algo, antes de que su mente hubiera seguido dándole vueltas a sus malas decisiones.

      Tenía la esperanza de haberse equivocado y que el vampiro estuviese allí, en el bosque, a la noche siguiente y con su característico porte; pero tal evento no se dio, pues de entre los arbustos no surgió su voz, tampoco hubo sombras y mucho menos una risa sobrenatural. Victoria le esperó varias noches siguientes a la misma hora. Cargaba siempre su quinqué, gritaba su nombre y su apellido, bien pronunciados, como él se lo había reconocido, y en el aire solo se reproducía el remanente de aquella ofensa. Le pedía perdón, le decía que estaba arrepentida de lo que fuese que haya sido su afrenta, pero este no cedía, no se volvía a aparecer.

      ¿Quién lo diría? ¡Se puede ofender a un monstruo de ultratumba!

      Entonces su empresa de encontrarlo tuvo que cesar: ya no se paraba a la misma hora, había abandonado las búsquedas desde su ventana y se mostraba indiferente con respecto a su voz interior. El quinqué ya permanecía frío, ya sin hollín, ya sin historias que contarle a sir Abraham. Victoria lo extrañaba también; no solo era la curiosa necesidad que despertaba Demian en ella, sino que igual había cierta sensación de calma que le transmitía. A menudo, incluso, ella se sorprendía riéndose de las ocurrencias del misterioso postillón.

      Pero el tiempo no se había malgastado.

      Durante las mañanas Victoria cumplía los caprichos de Lily y de Orson: como este había oído de un servicio exclusivo a su hermana, él también deseó ropa limpia, cuentos para relajarse, la resolución de las tareas que la institutriz le dejaba y alguno que otro pastelillo con su nombre escrito en él. La chiquilla le daba charlas, todas estas superficiales. Sir Abraham no abusaba de ella, hasta eso; por el contrario se satisfacía con un lustrado de zapatos y un desayuno bien hecho. George no requería de su servicio con la intención de explotarla, no porque no le divirtiera abusar, como el resto de los Twincastle, sino que este se contentaba con una tacita de té y sus revistas. En general, el marido de Natalie la expulsaba de sus aposentos con una actitud muy huraña. Lord Stephen jamás le dirigía la palabra y, si acaso, este gruñía a su paso por los corredores. Polidori le tenía vergüenza durante sus visitas y le pedía poco, bien porque este trataba de igual manera a los otros criados; y también era el caso de Ethan, quien, atosigado de las zalamerías de Lily, pedía nada más su compañía y su charla. En ocasiones, el joven Collingwood le pedía perdones a Victoria por nada. Aun así, los toleraba a todos si al final del día pasaba más tiempo con su Natalie, luego de, por supuesto, haberle servido el desayuno, la comida y otras rutinas establecidas. Magdalena nunca era pesada con ella tampoco, porque esta insistía en que la joven cumplía con un castigo ridículo, ya que la consideraba bastante inteligente; y sin que esta lo considerara, Victoria se había acostumbrado a las tareas domésticas, a la labor de punto frente al fuego, a las humillaciones infantiles de sus hermanastros y a la enfermería. Ella creía haber encontrado en la cocina lo que ahora era su nueva vocación.

Bloody V: Réquiem de Medianoche ©Where stories live. Discover now