XIII

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La merienda le cayó bien; no pasó más hambres ni dolores. Los fantasmas que acosaban su mente habían sido apaciguados por el momento. Victoria se acostó, y ahora esperaba a que el tiempo transcurriera para olvidar al monstruo de bellas costumbres y preciosa caligrafía. Como no podía, encendió una bujía. Sumergió la pluma en la tinta y escribió la y, después la e, y tras haber dudado un poco, imaginándose algún miedo o incertidumbre, se contradijo y puso la s. Hecho esto, apagó la llamita, no miró más el sobre y lo tiró antes de que le surgiera la duda. Se aseguró de que esta cayese en el alféizar y corrió a su cama, entre fascinada y arrepentida.

      Escuchó a la lejanía las campanadas del reloj, y se le escapó una risa involuntaria. Evocó su más tierna juventud, de cuando una gracia pueril se apoderaba de sus noches, luego de saber que había obrado de manera egoísta. En aquellas ocasiones, abrumada por su propia realidad, huía sin pedirle permiso a nadie, y ahora lo haría de nuevo, como si todavía contara con doce años.

      Incluso se peleó consigo misma.

      «—Ya eres mayorcita para pensar en ti nada más.»

      «—¡Qué importa! Mi vida es terrible de todas maneras.»

      «—Esta vez sir Abraham...»

      «—¡Que se pudra ese infeliz tirano!»

      «—¿Infeliz tirano? ¿Quién te ha cuidado durante tanto tiempo?»

      «—Si esto es cuidarme, prefiero morir en Londres.»

      «—Deberías retractarte. ¡Impúdica! Allá solo hay enfermedades y lo sabes. Serás la pretensión de cientos de hombres nauseabundos. Abandonar la senda de la virtud es equivalente al sufrimiento, a la persecución, ¡al señalamiento!»

      «¡Impúdica!»

      Presa de soliloquios absurdos, Victoria abrió los postigos, y de entre las penumbras buscó la carta, pero no apareció nada, hasta que, frente a ella, aquel monstruo socarrón reapareció, a la vez que flotaba y jugueteaba con el sobre.

      —¿He preguntado si busca usted esto? —Allí se encontraba el sonriente postillón.

      —Yo...

      —Me alegra que haya usted aceptado esta humilde invitación. Asumo que vendrá a disfrutar conmigo las delicias y misterios que la noche oculta en sus fríos recovecos. —Guardó la misiva en la casaca de su librea. Después, estiró sus puntiagudas garras hacia a ella—. Le enseñaré más cosas que ni su dios será capaz de explicar.

      Ella tomó su mano sin pensarlo más. Una ingravidez rodeó su cuerpo y se percibió más ligera. De pronto, al cruzar el dintel, el viento se arremolinó alrededor de su cintura: la camisola de seda ondeaba entorno a su cuerpo. Bajo sus pantuflas veía que caía con cierta suavidad, pero no tuvo miedo porque confiaba en el misticismo de la criatura. Demian sostuvo su otra mano y consiguió que ambos se vieran cara a cara, durante el descenso. Mientras el monstruo la miraba con una sonrisa traviesa, ella le contempló con ingenuidad, pues creyó que podría tratarse del sueño más lúcido de su vida. La peligrosidad carecía de relevancia si se encontraba en la seguridad de su lecho.

      Cuando se posaron en la hierba, ambos se alejaron de la casa y bajaron la colina hacia el bosque. Victoria se dejaba guiar por él, y corrían como si ella pudiera restar su propio peso a placer; ambos avanzaron a la velocidad de una calesa, a la vez que dejaban atrás a Dreadfulton Hill.

      Cruzaron la pineda.

      Victoria se reía a carcajadas sin saber por qué y Demian parecía fingir las suyas. Pero las risotadas del monstruo carecían de malignidad; poseían un singular encanto.

Bloody V: Réquiem de Medianoche ©Where stories live. Discover now