VIII

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Tal parecía que Natalie había procesado la información a medias: primero estuvo en un limbo de ofuscación, y luego, ya cerca del ocaso, en un paroxismo de sufrimiento. Entre pesadillas se despertaba repentinamente y gritaba de terror: nombraba a su padre y pedía la mano de Victoria como consuelo.

      Se había tardado en comprender la nueva realidad de su familia. Era la última Bewer de su núcleo, porque el otro sobreviviente fue un cuñado. Polidori había sentenciado que un desmayo, una impresión, el luto, la incapacidad de visitar el funeral de su padre y la caída sobre el vientre no presagiaban nada bueno; podría, en sus palabras, haber una secuela, incluso un detalle, por más mínimo, que pudiera amenazar el parto. Sus terrores en la cama le provocaron vómitos, delirios, cefalea y sangrado de la nariz, sin motivo, como si un grifo se abriera de repente. Luego, en la noche, ya llegada la calma, Victoria se sentaba a su lado, mientras otra de las criadas preparaba su infusión en un cubilete.

      Las amigas volvían a platicar con lucidez. Natalie ya no mencionaba el quebrar del techo, o la lluvia de cabello negro que cubría la ventana hasta casi bloquearla.

      —Todavía recuerdo los días que mi madre nos llevó al teatro —decía Natalie, con una amplia nostalgia en su mirada, que hacía que sus pupilas se dirigiesen a la nada.

      —¿Qué veían?

      —Bath lo tenía todo —sonreía, con sus ojos vidriosos—. Había grandes obras, musicales y comedias, además de cantatas. Personalmente me encantaban las interpretaciones de Jane Austen. Una en especial me hacía reír: era una parodia de una escena, aquella donde una muchacha iba a una abadía y creía que debía resolver un acertijo escrito en un montón de papeles, pero resultaba que no había pistas ahí —tosió y se cubrió con la manta—, sino que eran las cuentas de la lavandería de un señor. —Aunque intentó reírse, un ataque de tos no se lo permitió.

      Victoria la ayudó a recuperarse.

      —No te preocupes, Natalie. Solucionaré esto y estarás sana.

      No supo por qué había pronunciado tales palabras, si era su confianza en que resolvería todo de alguna forma o que su propia intuición le afirmaba que el carismático postillón volvería preocupado por su bienestar. Aquel, para su mala suerte, no sabía de sus problemas. Conmovida, contempló el bosque, en tanto la criada le prodigaba a su paciente palabras dulces y le llevaba el líquido a la boca con una pajilla. Se preguntaba por Demian de todos modos. Después contempló su brazo a la luz de las bujías: a través de este se extendían finas líneas verdosas que se perdían en lo cetrino de su piel, y se divergían entre tantas y confusas bifurcaciones que, ya pensativa, se le ocurrió en la prontitud una idea.

      Y así, para la madrugada, Victoria llevó a cabo su macabro plan. Se hizo otra vez de su fiel lámpara de aceite y recorrió los bosques aledaños, mientras le gritaba a todo pulmón, donde quiera que estuviese, que su sangre estaba en venta, que hicieran un intercambio. Aunque, como era de esperarse, aquella madrugada y como tantas otras, Demian no correspondió ni el llamado ni la oferta. Su cansancio de vuelta a la mansión se convirtió en un absoluto odio, y despotricó contra la simpática imagen que había tenido del encantador postillón. Tras un arrebato de ira, Victoria lanzó de mala gana el quinqué sobre la mesa de la cual lo tomaba siempre.

      El objeto rodó y cayó al piso.

      Su corazón se estrujó, la respiración le falló un cuarto de segundo y se precipitó a revisar la linterna, cuya estructura aún lucía incólume; sin embargo, a mitad de su curvatura, detrás de la perilla, se dibujó una línea zigzagueante y transversal. Pero tuvo que dejarlo allí sobre la misma mesa de la cocina, como si nada hubiese pasado.

Bloody V: Réquiem de Medianoche ©Waar verhalen tot leven komen. Ontdek het nu