XV

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Ethan extraía agua del pozo, que serviría para el aseo que todas las noches, cerca de las ocho, le pedía Victoria con mucha vergüenza, aunque con el pretexto de su compañía. Ya estaba acostumbrado a dejar caer el cubo hasta el fondo y acarrear el líquido desde el tétrico claro hasta donde ella le esperaba.

      Pero aquella noche su rutina se quebró, porque, de la nada, un estrépito proveniente de la morada le sacaría de sus pensamientos. Como si de un mal augurio se tratase, echaron a volar una docena de pajarracos negros que se posaban en las ramas de los abedules aledaños. Llenaron el aire con sus hórridos graznidos.

      El joven emprendió su regreso a la mansión, dominado por un mal presentimiento. No transcurrieron ni veinte segundos cuando otro estallido confirmó sus miedos: se había perpetrado un crimen. Con rapidez atravesó el corredor que se extendía hacia el fondo, en compañía de más criadas y la propia señora Benton, quien, acomodándose el chal desde que hubiera salido de su cabaña, se aproximó por detrás de sus pasos.

      Ahí estaba el terrateniente, recargado en una pared mientras se secaba el sudor con una franela. Tenía la mirada vacía. Ambos atosigaron al criminal con preguntas, pero aquel no respondió ninguna; y, una vez que Ethan desistió, subió las escaleras que llevaban hasta el desván. Cuando llegó al sótano de la habitación roja, halló el cadáver de su amiga en una espantosa pintura de tragedia.

      A su regreso, Magdalena Benton se volvió testigo de cómo aquellos hombres comenzaron a disputar una cruenta pelea. Ethan, por un lado, reclamaba los horrores cometidos contra Victoria; por el otro, sin preocuparse de su entorno, sir Abraham no respondió tales injurias, pero sí contestó con golpes y culatazos. Nunca nadie había visto un joven Collingwood tan aguerrido, furioso, devastado y falto de miedo, así como tampoco tardaba en volver a levantarse.

      Sin embargo, de tantos apretones y rasguños, Ethan no pudo pararse más. Luego, el malvado caballero lo cogió de los cabellos y azotó su cabeza contra las repisas, cuyos objetos que ahí se hallaban terminaron despedazados. Sir Abraham volvió a patearle el vientre, en tanto aquel se encorvaba de bruces ante los aterrados ojos de la señora Lena, que se limitaba solo a implorarle que se detuviese.

      —¡Escúchame, condenado pelirrojo! —le decía, con la bota bien metida en el cuello—. ¡Maté a Carmen porque era necesario! ¡Se mezcló con vampiros! Si la hubiera dejado viva, ahora estaría ayudando a los monstruos y esparciendo su siniestra plaga entre nosotros. Ahora... ¡Los dos! —Levantó su mirada al ama de llaves, que se mesaba la cabellera—. Harán lo que yo les diga o los fusilaré igual que a esa bruja gitana, ¡¿queda claro?!

      —Sí... —musitó Ethan, con la cara toda hinchada y la boca ensangrentada.

      —Sí, patrón —contestó la señora Lena—. Lo que usted diga, señor mío.

      —Ahora tú —le dijo a Ethan—. Levántate y ayúdame a destruir su cuerpo, antes de que se levante y nos chupe la sangre.

      Cargaron el cuerpo de la joven, uno de los pies y otro de la cabeza. Como Ethan era quien llevaba el cadáver de las greñas, vio de cerca aquel dulce rostro destruido por los perdigones y quiso gritar. Sir Abraham le ordenó que no la viera, que apartara su vista del horror mismo, pues se le quedaría grabado. Aunque tal sugerencia, claro, no ayudó demasiado.

      Ya afuera, organizando la pira en la que el cuerpo de Victoria se incineraría, Ethan lloró desconsolado, al tiempo que su rostro ardía como consecuencia de las lágrimas.

      El asesino trajo una lata de queroseno para lámparas, y vertió el químico inflamable sobre el cadáver, para después lanzarle un fósforo encendido. El fuego estalló, crepitó con una flama bastante alta y se mantuvo durante un buen tiempo. Qué impacto tuvo sir Abraham y su compinche cuando, tras haber entornado los ojos, haberse mirado el uno al otro, continuaron viendo que ni ella ni la camisola blanca que portaba se consumían. Su piel no se ennegrecía tampoco. De un momento para otro, sin más, las llamas se extinguieron. Sir Abraham soltó un alarido escalofriante. Pero no se dio por vencido: echó otro fósforo y más chorros de querosén, una vez tras otra, y en cada ocasión se repitió el resultado. Las llamas volvieron a extinguirse por sí solas.

Bloody V: Réquiem de Medianoche ©Where stories live. Discover now