IX

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Ya prolongada la noche, Victoria había leído, sin éxito de concentrarse, frente al fuego de su habitación. Encendió la vela con la que había explorado la casa hasta encontrarse con el miserable quinqué, el cual yacía ya en los desperdicios. Sería una tarea incómoda, se dijo, pero iría nada más con la palmatoria a los bosques; aunque podría acabársele, porque le faltaba la potencia de una linterna. Sin duda, no sería tampoco un candelabro que delatara su recorrido por la casa. Con las sospechas ya despiertas, ninguna nimiedad la iba a detener esta vez, por lo que se aventuró con la esperanza de no volver con las manos vacías.

      Comenzó su viaje a un paso discreto y razonable, al tiempo que protegía la llamita de su candela con una mano. Bajó las escaleras y llegó a la primera planta, donde apenas se atisbaban las superficies entre la penumbra. Victoria continuó y vigiló las paredes, las numerosas puertas que debía cruzar y los pasillos, antes de adentrarse en estos. Luego de la terrible experiencia en el desayuno de ambas familias creía que debía revisar cada movimiento suyo.

      De repente, cerca de la cocina, Victoria se quedó estática y pegada al empapelado. Contuvo su respiración bajo un enorme cuadro perteneciente a un antepasado de los Twincastle. Había escuchado pasos y una singular respiración que parecía provenir de una estancia contigua. Victoria tapó su fueguito lo más que pudo y arrastró los pies con sigilo, para acercarse a aquella presencia e intentar desenmascarar al desconocido.

      —¿Quién anda allí? —preguntó la voz de su padrastro.

      La joven apagó su velita de inmediato. Estaba aterrada y paralizada al grado de no tener el valor de asomarse. Sus piernas, trémulas, no la sostenían y amenazaban con doblarse. Sir Abraham, lo supuso, tendría entre sus manos un rifle, pues había notado un resplandor metálico y largo.

      —Es peligroso allá afuera —continuó—. No voy a permitir que salgas, quien seas; no esta noche. Nadie va a impedir que yo proteja esta casa de malignidades. En especial tú, mi querida Carmen.

      Ella se hincó tras haber reposado la humeante vela sobre una mesa, y así gateó hasta por debajo de esta. Había agitado la mano con la esperanza de espantar el aroma del tizne. El tirano surgió de la cocina y caminó hasta el corredor donde ella se encontraba. Aquel ahora llevaba en una mano el arma y en la otra una bujía, cuyo débil candor bailoteaba. Sus pesadas botas resonaban en la madera, la hacían crujir, raspaban la alfombra y circundaban la zona donde la joven se ocultaba y cubría su boca. Al paso del merodeador, ella miró aquellas piernas más con rencor que con miedo.

      —¿Qué buscas allá afuera, chiquilla? —Se detenía a un par de metros—. ¿Encontraste algo, eh? Bueno si no eres mi Carmen, entonces, seas quien seas, te descubriré pronto. Alguna pista tendrás que dejar, y me dirás qué has estado haciendo. En esta casa —se alejaba, perorando ya a la distancia— yo soy quien tiene la misión de proteger a los habitantes, así que ni creas... —Reverberó ya un eco de su voz, al dar la vuelta por otro corredor—... Ni creas que puedes invocar cosas, o meterte con el nombre del Señor...

      Cuando su discurso religioso se tornó ininteligible, Victoria salió de su escondite y corrió, aunque después regresó por la candela, ya muy trastornada, y enseguida halló un camino que la dirigiese nuevamente a su habitación, sin ser oída. La llegada a su cama había sido una odisea, porque el bendito sujeto no dejaba de deambular frente a las puertas de los dormitorios, a la vez que abría puerta por puerta para cerciorarse de si los moradores se hallaban en su cama.

      Victoria por fin pudo cerrar su puerta. Cómo sudaba, cómo exhalaba; por fortuna había sorteado la vigilancia.

      Se retorcía de la impaciencia entre las sábanas. No conciliaba el sueño por tantos recuerdos vívidos. Y había de pronto imágenes que, sin ningún sentido, le imprimían en su alma las amargas penas de un mundo sin su única amiga. Conocía también el secreto de Blackfort. Hasta comenzaba a formular teorías sobre quiénes fuesen en realidad sus habitantes. Se imaginaba cacerías, cultos, fanáticas y clandestinas tertulias, sangrientos ataques contra personas. ¿Qué habría allá fuera que no supiese? Demian se había apartado de ella, ya sea por miedo o por un vilipendio. Sospechaba ahora que se fraguase una batalla, desapariciones y demás hórridas tramas que comprenden siempre la pelea entre el bien y el mal.

Bloody V: Réquiem de Medianoche ©Where stories live. Discover now