Fairytale (usuk)

By Epifania-chan

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"¿Sabes por qué no crees que en la magia? Es porque hubo un tiempo podías verla y sentirla cerca de ti. Pero... More

Nota
Capítulo 1: La invitación
Capítulo 2: Nuevos amigos
Capítulo 3: El reino de los seres mágicos
Capítulo 4: Soledad
Capítulo 5: Fuego
Capítulo 6: Fantasma
Capítulo 7: Invisible
Capítulo 8: Dulces
Capítulo 9: Miedo
Capítulo 10: Adiós
Capítulo 11: Salto en el tiempo
Capítulo 12: Ilusión
Capítulo 13: Realidad 1/2
Capítulo 14: Realidad 2/2
Capítulo 15: Un paso más cerca de la magia
Capítulo 16: Amigo imaginario 1/2
Capítulo 17: Amigo imaginario 2/2
Capítulo 18: Alas rotas
Capítulo 19: El psicólogo
Capítulo 20: Lastima
Capítulo 21: Convivencia
Capítulo 22: Sinceridad
Capítulo 23: Problemas
Capítulo 24: Recuerdos
Capítulo 25: Una gran cruzada
Capítulo 26: Sonrisa
Capítulo 27: Reencuentro
Capítulo 28: Dos cosas sobre las despedidas
Capítulo 29: La librería
Capítulo 30: Una hermosa vista
Capítulo 31: Paz
Capítulo 32: Despedida
Capítulo 33: Cartas
Capítulo 34: Locura
Capítulo 36: La noche en la que las estrellas bajan a la tierra
Capítulo 37: ¿Quien eres?
.
Capítulo 38: Perdón
Capítulo 39: Ultima oportunidad
Capítulo 40: Encuentro
Capítulo 41: Al final del camino. Parte I
Capítulo 42: Al final de camino. Parte II
Capítulo 43: El juicio de Astreo
Capítulo 44: Un vistazo a la verdad
Capítulo 45: El deseo de una estrella fugaz
Capítulo 46: Un comienzo disfrazado de desenlace

Capítulo 35: Perdido en la oscuridad

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By Epifania-chan

Al llegar al pueblo, su recibimiento fue mejor de lo que esperaba. Comprendió que se encontraba en pleno auge del turismo, ya que los locales se preparaban para celebrar con hermosas luces el aniversario de aquella noche en la que el niño se había perdido.

Sin perder el tiempo, alquiló un cuartucho de hotel donde dejó sus cosas, y salió a la calle para ver aquella hermosa fuente que reflejaba a Arthur de niño, la cual solo había visto tiempo atrás retratada en el cuadro de aquel pintor cuyo nombre no recordaba.

La fuente era muchísimo más bella y esplendorosa de lo que la pintura la mostraba, y de lo que él mismo había imaginado. Más allá de todos los superfluos y pomposos detalles que había tallados en la piedra, el joven no podía despegar su vista de aquel niño perdido que tan bien conocía. El entristecido semblante que Arthur mostraba en aquella representación, contrastaba inmensamente con la historia que el británico le había contado. Se preguntó entonces, si acaso habría tenido una expresión similar cuando se separó de Alfred por primera y segunda vez.

La tempestad se había disipado, y el cielo, antes gris, era una explosión de colores cálidos que iban desde el rosa (con leves tonos violetas) al rojo, del rojo al naranja, del naranja al amarillo, que reflejaba su pálida y agonizante luz sobre la fuente.

Se dijo a sí mismo que pronto anochecería, y hasta que aquello sucediera, tenía un poco más de tiempo, por lo cual fue a almorzar en una cafetería.

No habló con nadie allí, más se distrajo observando los preparativos para la celebración, pues la forma en la que aquellas personas creaban luces era sumamente bella e ingeniosa. Desde hacer bellas esculturas con cera de velas, hasta usar el mismo agua de las canaletas para reflejar la luz. Se colgaban espejos, se encendían antorchas con fuegos de colores. Las ventanas y puertas de las casas se dejaban abiertas de modo que se vea la luz, que permanecería encendida hasta la mañana siguiente.

Se enteró, escuchando habladurías, que aquella noche era llamada "La noche en la que las estrellas bajan a la tierra" en base a los escritos de un poeta local. El cual hacía uso de este término para explicar qué tanta era la luz de la tierra, que las estrellas no se veían. Dicho poema, hablaba de tres estrellas fugaces que bajaban del cielo y tras recorrer el pueblo, huyen al bosque.

En el oscuro e impenetrable bosque comenzaba a hacerse visible el camino formado por antorchas, que lo recorría a modo de espiral, hasta llegar al centro, donde se encontraba la colina.

Alfred observó el reloj cucú de la cafetería, y se sorprendió al comprobar que ya eran las nueve, las calles se encontraban tan iluminados que no parecía ser noche, se apresuró a tomar el café de un sorbo, para luego pagar y salir del local. Entonces, nuevamente se acercó a la fuente, para lanzar en sus aguas una moneda al tiempo que pedía un deseo.

Al hacerlo, miles de ideas surcaron su mente. La primera fue "Que Arthur regrese", no obstante, luego se le ocurrió que tal vez Arthur no querría regresar, se preguntó entonces: "¿Qué tal si todo es un gran malentendido y vine por nada?

—Que todo salga bien—. Dijo al final con los ojos cerrados, esperando que aquel deseo se cumpliese. —Por favor, que todo salga bien.

Su momentánea paz fue rota al instante por un fuerte ruido similar al de un estallido que, además de sobresaltarlo, le dejó aturdido por un instante, Alfred volteó intentando discernir de dónde venía semejante perturbación, cuando entonces otro nuevo estallido se hizo oír.

Miró entonces al cielo, encontrándose con que luces de todos colores lo salpicaban. Eran fuegos artificiales, se estaban disparando fuegos artificiales.

Al verlos no pudo evitar sonreír, no supo bien el porqué, pero aun así lo hizo, Se sentó en el borde de la fuente, y permaneció un rato mirando las bellísimas flores de colores que se formaban en el cielo con cada nuevo estallido y volteando de vez en cuando hacia la estatua, fingiendo que se trataba del verdadero Arthur, imaginando lo romántico que sería una cita de aquel estilo, más con cada estallido de luz y color, el semblante muerto y entristecido de aquella estatua de piedra se iluminaba, arrancando a Alfred de la fantasía.

Siendo una noche festiva, aquel lugar rebosaba de personas, por lo cual Alfred le pidió al hombre que se encontraba frente a él si no podría decirle la hora.

—Diez y media—. Respondió amablemente el caballero para luego seguir con el jolgorio de la muchedumbre.

El muchacho se puso de pie, e intentando esquivar torpemente a las miles de personas amontonadas allí, avanzó hasta alejarse totalmente de ellas, caminó hasta encontrarse al pie del bosque.

Ciertamente, no le costó nada entender por qué durante tanto tiempo se creyó que Arthur estaba perdido. Pues la luz que del pueblo emanaba no conseguía penetrar en aquel enigmático y oscuro bosque, solo se veían las antorchas encendidas, y estas solo servían para iluminar una pequeña fracción de tierra alrededor de donde estaban, razón por la cual Alfred comprendió que estuviesen tan juntas.

Temió poner un pie dentro de aquel bosque y que al mirar hacia atrás no hubiese otra cosa más que árboles, temió perderse por siempre en aquella infinita e inhumana oscuridad.

La desesperación y la ansiedad que hasta entonces había logrado contener, estallaron. Se dio cuenta que la única persona perdida que allí había era él, tan metafórica como literalmente.

Recordó su infancia en el orfanato, cuando siempre iban organizados en filas, todos tomados de la mano, y que si alguno se perdía, la regla era que se quedase donde esté, de modo que los otros pudieran encontrarlo.

Que cosa más alejada de la realidad, y que cosa más extraña resulta el abismal vacío que separa el mundo de los adultos del mundo de los niños.

Si te pierdes, avanzas hacia adelante, o deshaces el camino hasta volver al punto de inicio. Definitivamente, quedarse en el mismo lugar esperando que alguien más venga no es siquiera una opción.

Por otro lado, Arthur se había ido por voluntad propia siendo niño, y todos los adultos pensaron que se había perdido.

La infancia de Alfred había sido rota más de una vez, en ciertos momentos solía actuar inconscientemente como niño debido a esto, ya que no tuvo la oportunidad de hacerlo cuando realmente era uno. No obstante, en este caso, tenía bien en claro que debía actuar como un adulto.

Y sin más que meditar, suspiró profundamente, para adentrarse en aquel oscuro e inhóspito bosque, con aquellas antorchas como única guía.

Al dar treinta pasos, ya había contado cinco antorchas, por lo cual, dedujo que había una diferencia de seis pasos entre cada antorcha, a medida que avanzaba.

De pronto, se vio tan inmerso en aquel bosque, que los estruendos de los fuegos artificiales se oían distantes, las voces de las personas no eran más que un eco. Al observar al cielo, siquiera se distinguían los destellos de luz que no fuesen estrellas.

No iría a mentir diciendo que no tenía miedo, pero no tenía ya mucho por perder, pero si para ganar. Valía la pena adentrarse a lo desconocido.

Diez pasos más adelante, y ya no oía otra cosa el canto de la brisa helada, y sonido de sus propios pasos sobre las hojas caídas, además que no era capaz de divisar más allá de la antorcha que tenía en frente y la que tenía atrás. De vez en cuando creía oír murmullos a sus espaldas, animales salvajes, o monstruosos seres mágicos ocultándose bajo el manto de la oscuridad, para así darle casa.

No sería sincero decir que no tenía miedo, de hecho, decir que estaba aterrado era poco, más esto no representaba una razón para darse la vuelta. De pronto, un viento tan fuerte como efímero cruzó de un extremo a otro, apagando la antorcha que tenía en frente, dejándola totalmente a oscuras, jamás volvería a pensar en ello, por ende jamás lo sabría, pero en aquel instante cuando el viento apagaba la antorcha, le pareció oír una burlona risilla, como si se tratase de un hada o un duende. El muchacho suspiró, y fue necesario que se quitase los lentes, debido a que temía empañarlos si se ponía a llorar.

Levantó la vista, dispuesto a secarse las lágrimas de frustración, y tras escuchar a lo lejos una nueva detonación, miró hacia el cielo, buscando vestigios de las luces de los fuegos artificiales, aunque lo que vió fue mucho mejor.
Estrellas, una conocida constelación que siempre, desde cualquier lugar del mundo en que se la vea, apuntaba hacia la misma dirección.

La brisa, antes tenue, se volvió helada e impasible, nuevamente le pareció escuchar una risilla cuando esta pasó, su cuerpo se heló, y las antorchas tanto del frente que debían guiarle, como las de atrás que le ayudarían a volver, habían sido apagadas por el viento.

Se le ocurrió la idea, de que el bosque y todos sus habitantes mágicos estaban conspirando en su contra, cosa que tendría bastante lógica teniendo en cuenta que todos fuesen amigos de Arthur.

—¡No van a detenerme!—. Gritó al aire, al tiempo que volvía a colocarse los anteojos.

¡Qué más daba si no tenía las antorchas para guiarse! Usaría entonces las estrellas. Y siguiendo la ya vista constelación, avanzó un largo trecho. tropezando tanto con piedras como por árboles.

La enorme luna llena, se resguardó detrás de una ennegrecida nube cargada de lágrimas robadas a los lagos. Inmediatamente, más de estas nubes ocultaron el estrellado firmamento, tiñéndolo de una oscuridad tan espesa como la del mismo bosque, y el agua que mantenían contenida en su interior, cayó sobre la tierra.

Alfred pensó entonces, que no se trataba solo del bosque y sus habitantes, sino que el mundo entero complotaba en su contra.

Solo, en la espesura de aquella oscuridad, donde no sabía donde terminaba el bosque y empezaba el cielo, sin antorchas ni estrellas, sin saber a donde ir, o a donde regresar. Se preguntó que estaría haciendo Arthur, si el sabría recorrer aquel bosque en la oscuridad, y si sabría lo miserable que Alfred se sentía ahora. ¿Estaría preocupado o simplemente lo habría olvidado todo, siguiendo con su vida en aquel mundo como si nada, esperando que Alfred hiciese lo mismo?

Todas las emociones que Alfred estaba sintiendo en aquel momento: enojo, miedo, frustración, tristeza, dolor, ansiedad. Se aglomeraban en su interior, provocandole un nudo en el pecho el cual incluso le dificultaba respirar, apretó sus puños intentando contenerse.

Lo que parecía ser un rayo, cayó del cielo, haciendo que la tierra temblara como si se tratase de un pequeño terremoto, y por menos de un segundo, todo fue envuelto en una cegadora luz blanca.

Tan inmerso estaba Alfred en sus propias emociones, que no se asustó ni un poco por todo lo relatado anteriormente, sino que la luz le sirvió para divisar un árbol frente a él, al cual corrió para comenzar a golpearlo con los puños, rasgándose los nudillos hasta sangrar entre tanto que vociferaba sus desgracias.

Tan violento era su arranque, que sus anteojos cayeron al suelo, y al avanzar para asestarle un nuevo golpe al árbol, los pisó sin inmutarse.
Siguió así, sin que nada más le importase, ni la lluvia ni el frío, o el inmenso dolor en sus nudillos que ahora se veían en carne viva.

—¡Madre mía! ¿Pero qué te ha hecho ese pobre árbol para merecer semejante castigo?—. Escuchó una animada voz juvenil a sus espaldas.

Creyéndose en completa soledad, Alfred volteó, encontrándose con un hombre de cabello rojizo, ojos verdes como los de Arthur, e inconfundibles cejas como las de Arthur, el hombre. Más allá de su increíble parecido con el británico, Alfred se percató de que vestía de punta en blanco un traje que parecía tan antiguo como las prendas de Arthur, o que dicha vestimenta se mantuviese impermeable ante la lluvia, como el mismo hombre que las llevaba, sino que todo en conjunto: su ropa, su piel, sus ojos, su cabello, e incluso sus cejas, se destacaban de la oscuridad como si brillasen, parecía que aquel tipo inexplicablemente emanase una luz propia.

—¿Quien eres? Visito este pueblucho todos los años, y rara vez veo caras nuevas en este sitio, no recuerdo haber visto la tuya—. Inquirió el desconocido.

—Estoy buscando a alguien...—. Explicó Alfred, resguardándose de la lluvia, bajo el mismo árbol que antes golpeaba.

—Yo también, ¿Que te parece si buscamos juntos?—. Replicó el desconocido.

—Estoy perdido—. Agregó Alfred.

—Yo te guío—. Ofreció el desconocido. —Mis hermanos y yo conocemos este lugar de memoria.

—¿Aun sin las antorchas?

El desconocido sonrió, como si aquella pregunta le hubiese complacido.

—No necesito esas estúpidas antorchas—. Dijo. —Recorro este lugar todos los años, hace más de cuatrocientos años.

Al oír aquello, el cuerpo de Alfred fue invadido por un escalofrío.

—¿Eres hermano de Arthur?—. Preguntó el americano por impulso, sin detenerse a escuchar sus propias palabras.

Al oír aquel nombre, la gentil sonrisa del desconocido desapareció, para dar paso a una mueca de sorpresa.

—¿Lo conoces?—. Inquirió con seriedad.

—Es una larga historia... digamos que se donde está, no se como llegar.

El hermano de Arthur asintió.

—Supongo que puedo ayudarte con eso, por cierto, mi nombre es Patrick.

—Un gusto, soy Alfred—. Respondió el muchacho entre tanto le extendía la mano a Patrick, a modo de presentación . 


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