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La rubia muchacha se soltó de los brazos seguros de sus amigos, de la seguridad que estos le transmitían y se acercó a los huesos, con su mano rozó delicadamente el esqueleto y luego tomó el cráneo en su mano

—Creo que podrías enfermar si agarras esa cosa —Tadeo se alejó un poco —No sabemos si es utilería barata o son restos de verdad ¡Sara suelta eso!

—¡Oh vamos! —Ela lo miró seria. —No seas dramático.

Pero un ruido seco hizo que los tres muchachos voltearan, solo para darse cuenta que el túnel por el que habían entrado, estaba tapado con una gran roca.

—¡No! —Ela gritó acercándose —No, no, no. Esto no puede ser, no.

—¡Lo que nos faltaba! —zapateó Tadeo —¡Esto era lo último!

—Hay no... ¿Creen que tenga que ver con el cráneo? —Sara dejó las osamentas en su lugar

El frío se apoderó del lugar y ya la poca iluminación del lugar, empezó a fallar, hasta que quedaron en total penumbra. Ela pensando en el regaño tenaz que le daría su madre cuando volviera. Sara en la reprimenda que su abuela le daría y no precisamente por desaparecer mucho tiempo, sino por lo que tendría de explicar. Y Tadeo, pues su madre solo lo había enviado a dejar un recado en casa de doña Joaquina y él ni siquiera había asomado sus narices por la casa de la Doña.

—Sara ¿Puedes prender una de las velas que trajiste?

—Claro, sé las di a Tadeo con las linternas que tú trajiste.

El muchacho revisó sus bolsillos ­—Lo siento chicas, mmm creo que se quedaron junto a los juguetes que encontramos arriba.

—¿Y mi celular? —preguntó Ela —Te lo encargué antes de entrar al túnel.

—También se quedó allá y cualquier otra cosa, no tengo.

—No se vale, recuérdame no encargarte nada —se sentó Sara en el piso —Ahora nos tocará quedarnos aquí.

Los dos jóvenes se sentaron a lado de la rubia, todos preocupados, pero más asustados, cuando un quejido los sacó de su silencio.

—¿Escucharon eso?

—Parece que alguien está sufriendo.

—Es imposible... —Sara interrumpió —Aquí no viene nadie, este lugar es un secreto de mi familia.

El quejido volvió a escucharse, ahora más cerca. —¿Madame? —una voz varonil se apoderó del lugar.

Ela tapó sus oídos con ambas manos y empezó a susurrar—Piensa en unicornios, piensa en unicornios, piensa en unicornios y ponys blancos.

La luz se encendió de golpe y ante los tres adolescentes, apareció un hombre con traza de mendigo. Totalmente sucio, maloliente y con un oxidado cuchillo en su mano. El tipo los revisaba de arriba abajo, con la mirada escudriñándolos y apuntando con su vieja arma.

—¡¿Quién diablo son ustedes?! —gritó de pronto

—¡No invoque al maligno! —respondió Sara, pero Ela le tapó la boca y le susurró —No es momento de discutir, menos con alguien armado.

Volvieron las miradas, el tipo y ellos, los adolescentes y el mayor. El hombre que cruzado de brazos esperaba una respuesta.

—¡Mi tío es el sacerdote del pueblo! —Tadeo se puso de pie —Si nos hace algo, él se va a encargar de usted.

El individuo guardó el arma en el bolsillo de su desgastado pantalón y entró a una de las celdas, totalmente en silencio —Hagan lo que quieran, no sé si puedan salir de aquí. Bienvenidos al infierno, no les doy muchos días para que perezcan aquí, así como Dalia. La pobre aguantó dos semanas y tuve que enterrar sus huesos.

—¿Quién era Dalia?

—Ya no importa.

—¿Usted quién es? —Sara se levantó de un brinco —¿Cómo terminó aquí?

—No puedo decir más —se acostó en el banco de madera de una de las celdas —Voy a tratar de dormir, ustedes deberían hacer lo mismo.

Efectivamente luego de un rato, los tres por turno dormitaban. En espera de que esa piedra fuera quitada, o que pudieran despertar en sus camas. Pensando todos, que habían cometido un error, sintiendo como el frío llegaba a sus huesos y los miedos se volvían cruz.


Mi DelitoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora