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La madera crujía bajo sus pies, cada pisada dejaba una huella en el polvo y con las manos arrugadas, se aferraba al barandal. Mientras un bolero era entonado en una radio llena de suciedad.

Enriqueta miró la hora en el gran reloj de la pared y suspiró desgastada. La idea de no saber cómo terminó durmiendo en aquel bar, ya no era nueva.

Su cuerpo se había acostumbrado al alcohol y perder la consciencia, formaba ya parte de su cotidianidad.

—¿Te vas sin despedirte? —Un hombre de un gran parche negro, la increpó detrás de un mostrador —¿Tan desagradecida eres?

Ella lo miró sin mayor interés —¡Va! ¿Desde cuándo un cantinero habla de modales? ¿Acaso a la basura se le perfuma y se le lanza flores?

El hombre soltó una fuerte carcajada—Tú no cambias Enriqueta, o debería decir... ¡Vieja loca!

—¡Bendito desgraciado! Deja que debo ir a casa, he dejado toda la noche a mi nieta sola y la chiquilla debe estar que festeja mi desaparición. —Quedó un poco pensativa —Por cierto, ya casi cumple los dieciocho y tú sabes que significa.

La cara de Melquíades cambió a una de seriedad —Creí que ya habías olvidado eso... Digo ya pasaron muchos años.

—Aún tengo las marcas en mi cuerpo, eso no se olvida y tú tampoco deberías olvidarlo. Recuerda que lo juramos, ante sus cuerpos.

—Pero...

—Nada de peros, tú también tienes ese relicario.

Cuando ella estaba a punto de salir, presta para cerrar con su mano arrugada, la puerta, escuchó un grito desde adentro del bar — ¡¿Qué pasará con la presencia de Regina?!

—Para eso he criado a Sara — respondió ella con toda frialdad, mientras se acomodaba un largo velo—La sangre de Regina, corre por sus venas y eso bastará para calmar a la bestia.

Esta conversación sería el comienzo de una serie de dolores y arrepentimientos para Melquíades, y una venganza que tomaba formaba forma, para aquella mujer de cabello cano.

Cuando Enriqueta llegó a la gran Mansión, se dio cuenta de que la puerta estaba abierta de par en par.

Había vidrios bajo lo que había sido una ventana y un pánico, que antes no había sentido, la invadió. Subió lo más rápido que pudo las gradas y quedó de pie frente a la habitación de su nieta.

Indecisa entre tocar o solo abrir de golpe, los recuerdos la transportaron a su niñez, a ser la niña de catorce que siempre corría a los brazos de su madre y evocó su memoria, la mañana en que todo cambió.

La pequeña Enriqueta salió casi en puntillas de su alcoba, con el dibujo de una roja flor, tenía un vestidito azul y un lazo en el revuelto cabello. Su madre siempre decía que para entrar a una habitación, tocar era, por más, símbolo de una buena educación. Aquel día no tocó y de golpe empujó la puerta. Mamá no despertaría nunca más.

Temblorosa ahora rozó con su mano la puerta, la perilla giró despacio, mientras sus ojos cerraron. Duraría un rato el poderlos abrir a lo que iba a ver.

Pero ahí estaba, dormida Sara, abrazando una de las almohadas, como si no pasara nada.

La mujer volvió a cerrar la puerta, y caminó a su habitación. Donde, con una vela, iluminó su rostro frente al espejo. Vio arrugas, patas de gallo y varias manchas en su rostro.

—¿Esta soy yo? —Preguntó al espejo —¿En esto me han convertido mis pecados?

Cerca de su oído escuchó una ronca voz —No matarás, y cualquiera que matase será culpable de juicio.

Ella tembló y puso su mano en su frente, lista para persignarse, pero tres velas negras se encendieron. Una por una fueron tomando fuego en su mecha y ella volvió su mirada al espejo.

Tres rostros se fueron personificando, tres mujeres con las cuencas vacías y las ropas rasgadas. De sus manos caía sangre, a algunas se les veía los huesos y apuntaban al espejo.

—¡Limpia la gasolina con que has quemado mi casa! —Gritó la mujer mayor, que ahora había dado un paso adelante —¡Quiero a mi nieta de vuelta!

Enriqueta tapó sus ojos de inmediato, mientras pensaba en que esto era un mal sueño, una muy horrible pesadilla. Una que estaba sintiendo muy real, el calor en su cuello y esas voces que conocía tan bien se aproximaban.

—¡Saca el veneno de mi sangre! —Gritó una de las jóvenes, dando un paso —¡Y luego devuélveme a mi hija!

—Mamá —habló bajo la otra chica, tocando con su huesuda mano el hombro de Enriqueta, para luego pegar un grito, que hizo doler sus oídos —¡Sácame del río!

Los cajones empezaron a abrirse y muchas cosas a caer. Las velas se apagaron y las ventanas se volvieron pedazos de vidrio, por un viento que nadie sabe, de dónde vino.

Tapó sus ojos la anciana y salió corriendo, sus gritos podrían oírse a kilómetros. Estaba tan asustada, que llegó a terminar jadeando, junto al manzano, de la mansión.

Se tocaba el pecho y trataba de pasar la saliva, que en su garganta se había atorado. Tosía desesperada y solo repetía un "No", casi para ser escuchado solo por ella.

Así la encontró un muchacho de negra chaqueta, que traía una carta de parte de su tío. Luego de que él confesó la noche anterior a su madre, que atropelló a una joven, únicamente quedaba algo por hacer, lograr que las extranjeras se fueran.

Mi DelitoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora