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Frente a la gran puerta, que ahora tenía la estampa de la Virgen de Guadalupe. Mirando la madera enmohecida por los años, con dos cajas de cartón a sus pies y sintiendo un viento frío en el cuello. Así, una joven rubia trataba de procesar los pequeños peces, que, en forma de interrogantes, nadaban veloces en su mente.

—¿Mamá estás aquí? —Preguntó Sara, cuando sintió un toque helado en su muñeca —Si has tratado de decirme algo, creo que es el momento.

Ela en la habitación contigua, miraba pensativa el techo, ensimismada en una canción. Hasta que escuchó un monólogo extraño, así que tomó sus muletas y apoyándose, vio de espaldas ante otro de los cuartos, a Sara. Justo cuando iba a salir, algo más llamó su atención, el cuaderno.

—Sara nunca dijo que era privado —tocó la cubierta —Además no creo que sea para tanto, si reviso, como digamos una hojita ¿Cierto?

Pero justo cuando iba a abrir la libreta, una de las almohadas rodó a sus pies, como si alguien la hubiera empujado bruscamente —Aquí no hay viento... Mierda ¡Sara! ¡Sara ven! ¡Sara! —la puerta se cerró de golpe.

La muchacha escuchó el grito de su amiga y salió de sus pensamientos, intentó abrir la puerta de su cuarto, pero al girar la perilla, parecía que alguien hubiera puesto llave desde adentro.

—¡Ela abre ya! —golpeó con sus puños la puerta —Hablo en serio.

—¡No puedo! Está con llave desde afuera. ¡Si es una broma, no me gusta!

—¿Broma? —Replicó Sara —Iré por mi abuela, seguro se trabó la cerradura.

Ela se sentó en el piso, sacó su celular y se percató que señal de teléfono no había. Luego miró la almohada en el piso, aquella que no se atrevía a tocar. El cuaderno seguía a su lado, con la mano temblorosa lo colocó donde lo había dejado su amiga antes de salir.

La puerta se abrió de golpe y Ela no se atrevió a mirar que había fuera. Totalmente estática, frente a la cama, respirando pesadamente. Al rato Enriqueta y Sara llegaron corriendo.

—¿Estás bien niña? —preguntó la anciana, tocándole el hombro —Mira, la puerta ya está abierta.

—Abuelita creo que se asustó.

La mujer se sentó en la cama, haciendo que esta rechinara, cuando su peso fue depositado en el colchón —A los muertos se les debe respeto —con su mano arrugada, limpió la capa de maquillaje de su cara, manchando de negro y rojo su mano —Mucho respeto para los que penan, para los que no tienen descanso y para los que no avanzaron a vivir lo que debían.

—¿Te refieres a los que fueron asesinados? —interrumpió Sara —¿Cómo Juana de Arco?

—¿De dónde has sacado ese nombre? —la mujer palideció —Y ella no fue asesinada, era una... Una bruja y a las brujas se las quema. ¿Sara, sabes el valor de una mujer de la magia oscura?

—No abuelita

—Tienen el valor de la tierra muerta, de la estéril tierra que las vio nacer, porque jamás ¡Jamás las verá parir la vida! De ellas solo dolor, y muerte se puede desprender. Todo porque el gran pecado, por sus brazos en forma de sangre, puede con habilidad correr.

Luego se levantó y calladamente, bajó las gradas de la mansión vieja. Las dos muchachas quedaron abrazadas. Ya llevaba dos sustos, la adolescente de negra piel y ahora solo sintiendo el calor de su amiga, el latido en su pecho se volvía a normalizar.

—Si quieres no investigamos nada —le susurró Sara luego de un rato —Así no tienes que volver aquí.

Ela no contestó, pero si recostó con más fuerza su cabeza en el hombro de Sara, ambas entrelazadas las manos.

—Puedes creer que allá en la capital, soñaba con ir a una casa embrujada en la noche— dijo después —creí que sería divertido.

—Los citadinos tienen una extraña forma de divertirse —Sara no soltaba la mano de Ela —Una muy extraña.

Mientras dos jóvenes trataban de procesar lo acontecido hace días y hace horas, otro joven en moto llegaba a su casa. Una enorme casa, pintada toda de blanco y con cristales muy blancos, que dos mujeres se empeñaban en limpiar.

—Joven Tadeo, buenas tardes —dijo una de ellas y le dio un codazo a la otra —Saluda Marta.

—Buenas tardes, joven Tadeo.

Pero el muchacho sin camisa, con el sudor y una arruga en la frente, las ignoró por completo.

Entró azotando la puerta, maldiciendo a los mil diablos y zapateando como si el piso tuviera la culpa de su coraje.

—¡Mamá! ¡Mamá ven! —Se sentó en un sillón y empezó a gritar—¡Mamá, ven, aquí te digo!

Una mujer de contextura ancha, con un apretado vestido negro y cabello muy corto, hizo sonar sus altos tacones mientras se acercaba. —Mi bebé ya está en casa ¿Cómo te fue con tus amigos?

—Tengo hambre.

—Ah, sí cariño, ahora mismo te preparan algo ¿Pollito o pastel de papa?

—Mamá quiero pizza.

—¿Pizza? Pero hijo, eso no es alimento —se sentó ella a su lado —Dime que ocurre, tienes una carita de pastelito aplastado y no me gusta. Si es por esa mocosa que se te atravesó en el camino, tu tío ya lo resolvió. No te preocupes por eso caramelito.

—Es que mamá, no es solo ella, es esa señora. ¡La vieja loca de la mansión donde ustedes me enviaron! Esa señora está completamente desequilibrada y casi me mata

—Hijo tranquilo, mírame sí. Mira a tu madre, nosotros... Nosotros solo estamos haciendo lo que debemos, para proteger a la familia. Esas mujeres pueden meterte a la cárcel, con lo que hiciste, ellas pueden encarcelarte por muchos años y yo no quiero eso ¡Me mataría que estuvieras en prisión!

—Pero mamá, no tienen pruebas —él la miró asustado —Ela no sabe que yo la atropellé con mi moto, imposible que pueda identificarme.

—¿Cómo sabes que no podría identificarte?

—Porque hoy la vi, llegó de visita a casa de las Pérez. Puedo asegurarte, mamá, que esa anciana, trató a esa extranjera mejor que a mí.

—Serpiente traicionera —susurró ella —Más vale que no esté pensando en... No, eso sí que no, ¿Estás seguro de que era ella?

—No ha llegado otra mujer negra y su hija a San Fermín, ¿cierto?

Un hombre de sotana, bajó lentamente las escaleras y con voz ronca irrumpió —Así que ya estás aquí, eso solo significa que ya entregaste la carta a la señora Enriqueta, me alegro sobrino. ¿Qué por qué tienen esas caras? ¿Ocurre algo?

—¡Esa mujer maltrató a mi bebé! —la única mujer de la sala se puso de pie —¡Le gritó!

—¿Y? —él se cruzó de brazos —Creí que había pasado algo grave.

—¡Tío, me obligó a recoger la camisa con los dientes!

—La felicitaré cuando la vea, a ver si así dejas la lloradera y ya no te ocultas en las faldas de tu madre. Bastante grandecito estás, como para andar armando berrinches y escondiéndote por los rincones. Por cierto, por aquí estuvo doña Magdalena, que quiere que le devuelvas el collar de oro a la hija.

—¡Mi niño no devolverá si le regalaron algo!

—Tu hijito, entonces me debe seis dólares. Pude convencerla de que eso valía, así que ese collar es mío ahora.

El muchacho siguió armando, relajo un buen rato, con su madre mimándolo y justificando cada acción. Para ella solo eran errores de juventud, nada plagados de maldad, incluso llamaba inocentadas, lo que ella solapaba.

Mi DelitoWhere stories live. Discover now