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El anciano subió varias cajas a su camioneta, cerró con candado la puerta de la escuela, se secó una lágrima y luego se colocó el sombrero. En su mano llevaba una vieja fotografía, una mujer de largo cabello rubio, con una cicatriz en la barbilla, sonriendo mientras en sus brazos estaba una pequeña. Él estaba sentado junto a ellas.

Pero apenas había encendido su auto, cuando Natalia apareció toda sudada delante. Don José frenó a raya y su corazón latió a prisa. La miró asustado, ella subió a prisa al asiento de copiloto, mirándolo mientras jadeaba.

—¡Por Dios! —habló él, apenas se recuperó —¡Qué es esa manera loca! ¡Pude haberla matado!

—¡Las niñas!

—¡No me cambie el tema! Usted está loca ¿Cree que es inmortal o qué?

—¡Las niñas están en esa casa! Necesito ayuda.

—Yo... Escuche Natalia...Yo me voy del pueblo —el hombre bajó la mirada —Tengo mis cosas ya aquí y pues no sé si tenga el valor de decirle adiós a mi niña. Así que... Le enviaré una carta.

Natalia se quedó helada y negó con la cabeza —¿La va a abandonar? —lo miró preocupada —¿La dejará con ella? ¡Usted mismo dijo que ella es un monstruo!

—¡Ese monstruo es su familia! —golpeó con su puño el volante —La justicia la abrazó siempre, hoy ha llegado rechazada mi última solicitud, se han reído en mi cara, se han burlado de mi dolor y las fotografías ¡Esas malditas fotos de quemaduras, cicatrices y la cabeza rota cuando tenía once años, esas las han lanzado a un viejo cubo de basura! —las lágrimas brotaron— Ya no puedo más ¡Acaban de echarme de la escuela! Me obligan a alejarme, como hace años me la vuelven a arrebatar.

Natalia lo abrazó fuerte y lo cobijó, como si de un niño que acababa de perderlo todo se tratara. Como si en algo pudiera calmar aquella rabia incrustada en la mejilla de cristal. Entonces puso en la mano del anciano la fría pistola.

—¿Y esto?

—A veces la justicia necesita ayuda y yo como ex policía lo sé.

—¿Ex policía? —él se alejó un poco.

—Si... Enriqueta mandó a matar a mi esposo, ella es responsable de la muerte del papá de Ela. Mi esposo estaba investigando un caso de maltrato infantil—suspiró —una niña maltratada, rubia, ojos verdes, fractura de muñeca. Él me dijo que iban a quitarle la custodia a su abuela, que ella era una fanática religiosa con graves problemas mentales.

—¿Usted quiere decir que...?

—Si. Doña Enriqueta Pérez, tiene severos problemas... Incluso según lo que he podido leer en los documentos de mi esposo, la muerte de sus tres hijos fue el desencadenante en su mente. Lo que no entiendo aún es... ¿Por qué le dieron la custodia de Sara, a ella?

—¿Tres? No, no, son dos. —acotó él —Son mis hijas y se llamaban María y Ana. No tres, dos.

—¡No! Son tres... Ana, María y... El pequeño Ángel.

—¿De qué habla? Ella solo me mostró a dos niñas, ella me las llevó.

—Pues algo pasó con ese niño.

Don José encendió el auto, mientras procesaba todo —Iremos allí, definitivamente no conozco a Enriqueta, no sé qué más miserias tiene por soltar, ahora con que jodido secreto me va a atormentar.

Efectivamente llegaron a la vieja mansión de las Pérez, para encontrarse con el sacerdote golpeando a puño limpio la vieja puerta. Su sotana se hallaba sucia y no dejaba de gritar, mientras su cara blanca ahora yacía roja de ira.

—¡Abre ya! ¡Te recuerdo que teníamos un trato! ¡Cumple tu palabra vieja bruja!

—¿Padre? —Natalia bajó de la camioneta —¿Qué hace aquí?

—Yo... Yo necesito ver a Doña Enriqueta... Si a ella.

José jaló a Natalia a su lado, ignorando la conversación, luego tomó una piedra y la lanzó con furia contra una de las ventanas que se hizo trizas. Ignorando por completo al viejo que vociferaba. Otra piedra fue lanzada contra la puerta, que de tan vieja que estaba, se le provocó un hueco.

—Entremos

La casa yacía completamente descuidada, los floreros en el suelo, los retratos pisoteados y lo que asombró a los tres visitantes, una gran mancha roja en el suelo. Demasiada sangre.

—¡Hay Dios! —Natalia tembló —Mi niña, mi pequeña

—No, no es su hija ¡Allá! —¡Gritó el padre Rafael! —señalando un bulto bajo la grada.

—¡Melquíades!

Efectivamente el hombre del parche, yacía tirado, semiconsciente. Natalia le ayudó a levantarse, mientras la camisa yacía manchada de sangre —¡Por Dios! ¿Qué le ocurrió?

El hombre señaló el piso superior y habló entre quejidos —Creí que podía ayudarla, yo lo intenté. Ella me envió una carta, ahí decía que un monstruo la atormentaba y que ya no podía. Pero.... Pero no. La misma Enriqueta disfrazada con un manto negro se me fue encima, luego me creyó muerto y me encerró en el armario, no sé cuánto tiempo ¡Está loca!

José tomó su mano lastimada y lo miró confundido —¿Tiene esa carta?

—Si...Mi bolsillo.

Inmediatamente José sacó el papel arrugado y procedió a leer, mientras las arrugas se hacían más evidentes en su rostro. Arrojó el papel al piso y luego suspiró —Esta letra es de Enriqueta, ella la aprendió cuando éramos niños, fue la letra que aprendió antes de venir a este pueblo.

Todos se vieron confundidos, todos con mil dudas, todos con más secretos. Pero uno de ellos, uno vestido de sotana fingiendo la impresión, porque sabía más de lo que decía. Aunque ahora se daba cuenta, que la carta que jugó pudo haberse vuelto en su contra y su hermana no se lo perdonaría nunca.

Mi DelitoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora