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El viento silbaba un cántico capaz de helar la sangre, la puerta yacía atrancada con un pequeño tablón y la mirada de Sara se hallaba perdida, detrás de aquella rota ventana. En su blanca mano sostenía una taza humeante, con agua de amarillo color y a su espalda, poniendo en su cabeza un sombrero, se hallaba Don José.

—Bien, la camioneta está afuera. No tardaremos mucho en llegar.

—¿Cuánto?

—Diez minutos, cinco o lo que tardemos en dar la vuelta la plaza de la catedral.

Él quitó el tablón y de un tendedero improvisado, descolgó un viejo velo de algodón. Aún pequeñas gotas se escurrían, pero igual y sin mucho afán, lo puso delicadamente, en las manos de Sara. —Nunca entenderé a tu abuela, pero si te hace sentir cómoda, no diré más.

Al rato ya iban en una destartalada camioneta, con el silencio como única conversación, la oscuridad iba rota solo por los faros y los grillos que canturreaban de vez en cuando. La casa apareció a los ocho minutos, más vieja que nunca y más rodeada de maleza, que cualquier morada de San Fermín.

Las luces se encendieron, contrario al deseo interno de Sara, de que en la mansión la única habitante durmiera. Y la puerta se abrió. De un solo portazo, una mujer, con su vela salió casi corriendo a la entrada principal.

Era una mujer de contextura ancha, velo blanco que cubría su cano cabello y arrugas en todo el rostro. Su vestido cubría todo lo que era su cuerpo, desde la punta de sus pies, hasta el límite de su cuello, que además estaba lleno de escapularios y varios rosarios.

En sus ojos podía percibirse llamas, furia, contenidas por la presencia de aquel hombre extraño al hogar. Tenía aquella una mano empuñada y las venas resaltando en su frente.

Avanzó hacia los dos personajes en la puerta, quienes la miraban, de diferente manera. El miedo y la indignación, el terror y la valentía, la oveja cubierta por el velo negro y el tigre dispuesto a lanzar un zarpazo, si percibía el intento mínimo, de ataque.

—¡Sara! ¡Sara ven aquí! —la mujer lanzó chillidos —¡¿Quién te crees para volver a esta hora?! ¡Voy a enseñarte que esto no es hotel!

Mientras más avanzaba, el corazón de Sara más rápido latía, mientras el rostro blanco se aproximaba, más desaparecía la muchacha detrás del hombre del sombrero y cuando el olor a colonia vencida, llegó a sus fosas nasales; ya la vida se había detenido en su mente.

Nadie notó el casi desvanecimiento, nadie notó que en su corazón algo pasaba y absolutamente ninguna persona pudo imaginar el daño tan grande, el dolor en el pecho y la cuenta atrás que en su cuerpo se manifestaba.

—¡Quítate de ahí José! ¡Es mi nieta!

—¡Será tu nieta, pero no la vas a golpear!

—¿Qué te importa a ti?

Una pelea campal entre los dos ancianos se desarrolló, ella queriendo alcanzar a la pálida joven y él con su cuerpo, evitándolo a toda costa.

—¡Llamaré a la policía! —gritó de pronto la mujer, dando un paso hacia atrás. —Sabes muy bien lo que ocurrirá si hago eso ¿Lo sabes, ¿verdad?

José miró fijamente a los ojos de Enriqueta, ella ya no parecía agresiva, ya no tenía el deseo de pelear. Pero si las largas uñas clavadas en un relicario, que había sacado de su bolsillo.

—Enriqueta, sabes que esto no está bien.

—¡Tú no sabes nada!

Cuando él se apartó de ahí, una sonrisa se dibujó en la cara de la mujer, se arregló el largo velo y acarició el rostro del anciano. Casi dejando una marca, con esas largas y mal cuidadas uñas

—Sabía que eras cobarde, pero coherente.

Ella se lanzó sobre la adolescente, los gritos se volvieron para Don José, una película que era obligado ver, una de una pesadilla muy cruel.

Él Estaba de pie, observando como la saña se ceñía sobre una inocente, el cabello rubio enredado en los dedos fríos y los golpes, que caían con fuerza sobre la espalda frágil. El terror en los ojos verdes y los gritos suplicantes. Mientras recargaba su peso en la única planta del lugar, un viejo manzano.

—¡Abuelita no!

—¡Conocerás a Dios en tierra de indios!

—¡Abuelita no, por favor!

La puerta de la gran mansión se cerró, las luces se apagaron y Don José apoyado en un árbol empezó a fumar el cigarro de una sucia cajetilla. Su mano temblaba. Mientras el cielo gritaba a todos, los que quisieran escuchar, que un nuevo día estaba por comenzar.


Mi DelitoWhere stories live. Discover now