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Sara dormitaba en la fría calle. La lluvia había ya empapado su largo cabello y sus sandalias, se habían desgastado, más de lo habitual. Mientras que, en el reloj de la plaza, las campanas, anunciaban doce de la noche en punto; eso significaba que la mayoría de hogares de San Fermín, ya tenían las puertas aldabadas y las ventanas, bien cerradas.

—Estoy tan cansada de esto —decía la joven, mirando al cielo, con los ojos casi cerrados por el llanto, y el dolor en su mejilla sonrosada —¡Mamá si estás allá arriba, baja y ayúdame un poco!

En su mente apenas y recordaba a su madre; asociaba más su apariencia a una fotografía, que, en un álbum rojo, era guardada con mucha cautela.

Falleció cuando Sara era muy pequeña y ahora formaba parte de los recuerdos, que en su memoria se anidaban. Una mujer de cabello largo y rubio, con la dulzura en la sonrisa y un velo rojo cubriendo su cabeza, esa era su madre.

—¡Hay mamita si supieras! —gritaba levantando los brazos— ¡Si estás en las estrellas, dame una escalera para llegar a ti, sino lo estás, el morir será la opción única!

De pronto una voz irrumpió el soliloquio, —¡Sara! ¡Dios mío!

Quién se acercó, resultó ser un hombre de pelo cano, con la ropa vieja y arrugas en el rostro. Su nombre era José y trabajaba, por un sueldo mínimo, cuidando la escuela del pueblo. En su cara se veía la preocupación, en su frente la lluvia y en sus ojos el dolor.

—Te llevaré a casa, tranquila mi niña. —susurró por lo bajo.

Ya en la oficina de la escuela, con un trapo mojado, curó despacio la fiebre.

Luego en una pequeña estufa puso a hervir un poco de agua con manzanilla, aquella que siempre guardaba en una canastita de mimbre.

—Fue tu abuela ¿cierto? —Preguntó, aunque él más que nadie, sabía la respuesta.

Muchas noches, él tuvo que romper ventanas en la mansión y cuantas se enfrentó a doña Enriqueta. Pero a pesar de eso, no pudo hacer mucho por aquella niña, que completamente aislada, vio crecer.

—No...—Sara respondió dudosa, cubriendo su rostro con ambas manos y haciendo ademán de ponerse de pie —No fue mi abuelita.

—Si ella no te echó, supongo que tampoco te lastimó el brazo y no puedo hacerla responsable de aquella quemadura en la palma de tu mano ¿cierto?

—Es mejor que me vaya, debe estar preocupada —La joven de diecisiete años escudriñaba con su mirada el lugar. —¿Dónde está mi velo? A ella no le gusta que...

—¡No le gusta que te quites ese absurdo trapo! —interrumpió el hombre, ya malhumorado—¡Lo colgué! Porque estaba sucio y mojado.

—Aun así, debo colocarlo en mi cabeza —Sara se puso de pie, con tal mala suerte, que perdió el equilibrio. Pero fue sostenida por el anciano, que la acercó y la cubrió con un abrazo.

—Siento mucho que tengas que volver —dijo él.

La joven trató de no llorar, no podía mostrarse débil, pero por un momento se dejó cobijar. Ya no era la nena que corría a los brazos de don José, cada que la abuela la golpeaba. Pero había momentos, en que sentía, que no había podido crecer.

"Está bien, ella es mi familia"

Esta era la frase que se repetía Sara, siempre que miraba la puerta de la vieja mansión, envolviendo sus hombros una oscura sombra.

Para su pesar, desde la oficina de la escuela, su casa era demasiado visible. Alta y tenebrosa, como si de un edificio embrujado, se tratara.


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