Me agaché sin cubrir mi nariz del espeso hedor y extendí una de mis manos para tomarla entre mis dedos. Jalé con fuerza y un sonido pegajoso se escuchó, el de la sangre que había servido como pegamento entre la piel y el hueso. Miré fijamente las cuencas vacías y la sensación de que algo me devolvía la mirada me revolvió el estómago. Algo no estaba bien.

Miré hacia el cuerpo y las arcadas me invadieron. Pero no fueron los gusanos blancos que reptaban en la pútrida carne expuesta o los restos de cerebro que se asomaban por un lado del cráneo.

Era Duncan. El cuerpo de Duncan.

No podía ser cierto. Si ese hombre había muerto, no había sido hace más de un día. Su estado de descomposición no cuadraba y mucho menos que su cuerpo estuviera allí, tan alejado de donde yo le había enterrado el tubo de metal por un lado de su cabeza. El mismo tubo que descansa un piso más arriba, en un lugar donde no debería estar, en un lugar que está en un hotel que no es un hotel.

Retrocedí, espantado, y dejé caer la calavera, la que se rompió en mil pedazos al contacto con el suelo de una forma imposible. Tropecé con mis propios pies y caí sentado, enviando una descarga de dolor por mi espalda baja.

Duncan había muerto, yo lo había asesinado, pero nada de esa realidad cuadraba. El director había dicho que las cosas funcionaban bien mientras no lo hicieran realmente. Incluso eso tenía cierto nivel de sentido y quizás era mi cansada mente entrando en una especie de pánico.

Una amenaza, así se sentía.

—Un hotel que no es un hotel. Una escuela que no es una escuela. El tiempo que no sigue un reloj. La inexistencia de una muerte... —murmuré, aferrando mi cabeza, buscando un puerto racional en tanta locura en un cántico mascullado que buscaba calmarme, el que repetía una y otra vez.

Tenía que salir de allí y no me refería a esa escuela. Debía buscar la forma de escapar de ese pueblo maldito, de volver a casa y hacer como si nada nunca hubiera ocurrido. No me volvería a acercar al bosque y seguiría fingiendo que todo estaba bien en mi cabeza.

No te engañes, perteneces a este lugar.

Vomité a un lado de los fragmentos de la calavera y vi los mismos gusanos retorcerse entre los restos de mi estómago. Quise gritar y esconderme en un acceso de locura, pero me abstuve ante la idea de que las chicas podrían oírme. Si pensaban que había perdido la razón, no me verían como alguien de fiar y perdería todo el control de la situación. Debía mantenerme estable, o por lo menos aparentarlo. Sin importar lo retorcida de la idea de que esas cosas vivían en mi interior. ¿Era lo que me había dado de comer el director o algo más?

Cerré los ojos y conté desde diez hacia atrás de forma lenta, dando grandes bocanadas de aire pútrido. Tenía que calmarme antes de volver a salir y hablar con ellas, convencerlas de que partiéramos al hospital lo antes posible para buscar a Maya y salir de aquel pueblo. Ella debía ser la clave para todo eso, era la única que no tenía un castigo.

Al volver a abrir los ojos, los gusanos ya no estaban, pero algo peor llegó para ocupar su lugar. Aparté la tela de mis hombros y vi como reptaba el color negro como ardientes dedos que dejaban una picazón que se estaba volviendo insoportable. El castigo se estaba extendiendo por mi piel. Un cruel recordatorio de que no mostraba mi verdadera imagen al mundo, que mis pensamientos oscuros se desbordaban por mis poros y que la bestia quería escapar de su encierro para tomar las riendas. ¿O eres tú, Blaise? Sentía una consciencia en el fondo de mi cabeza, como una voz que me susurraba ideas aterradoras al oído, pero demasiado reales como para ignorarlas. Era la bestia que tomaba fuerza o era yo que comenzaba a darme cuenta de la cortante y peligrosa verdad. No importaba. Otra vez, ya nada tenía importancia.

Sombras en la NieblaWhere stories live. Discover now