Capítulo 16

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I

Una idea, un pensamiento. Son como trozos de nosotros que flotan a la deriva en recuerdos a los que nos aferramos. Sabemos cosas que pasaron, pero no si realmente fueron así. Estamos atados a la corriente de lo que nuestra mente nos quiere hacer creer, de lo que nos quiere mostrar y de lo que no.

A veces son cosas obvias, a veces no lo son tanto. ¿Cómo pudiste olvidar algo tan importante? ¿Acaso no había dicho eso? No, dijo que las cosas eran de otro modo al que tú lo recuerdas. ¿Quién dice la verdad?

Quién.

Dice.

La.

Verdad.

Te das cuenta de que tienes miedo, miedo de ti. Eres un verdadero peligro a tu misma existencia. ¿Por qué deberías creerte a ti mismo? ¿Quién dice que no eres un prisionero de tu memoria? ¿Quién dice las reglas del juego y quién las desafía? No lo sabes, no tienes cómo saberlo. Te arrojas al vacío con los ojos cerrados, sin pensar en lo que habrá al final. Pero entonces el final te alcanza, te muerde la lengua y te desgarra la garganta.

¿Quién tenía razón? ¿Quién sabía la verdad, pero mentía? Las mentiras son armas de doble filo, tan peligrosas que pueden tanto destruir como crear. Son las correas que nos pueden atar a manos invisibles o liberarnos de nuestros demonios.

Las historias cambian, las realidades se alteran. Entonces, ¿dónde está la libertad?

II

Los ojos llorosos de Vera buscaron los míos y volvió a ser la pequeña chica asustada que sueña con amores puros y corre en el bosque detrás de la casa, entre los cuerpos colgados de personas que no deberían estar muertas.

Nadie puede morir en un pueblo fantasma.

—Es como si siempre hubiera sido lógico que estén muertos y que no puedan morir a la vez —dijo Hazel, levantándose de su asiento—. Algo no está bien. ¿Cómo podemos afirmar algo y saber que es mentira con tanta convicción?

—Nada nunca estuvo bien —aclaré, soltando a Vera.

La chica se quedó allí, con los brazos colgando a ambos lados. Tenía la vista ida y yo temí que hubiera terminado de perder la cabeza. Sin embargo, sólo duro unos segundos antes de que se girara a mirar a Hazel, con los puños apretados y las aletas de la nariz dilatadas.

—¿Crees que puedes venir a perturbar este pequeño santuario con tus mentiras? —cuestionó, entre dientes.

—No es un santuario, es un cementerio en el que te regocijas. Todos hablaban de la esperanza que era la bruja del pueblo, la reina del infierno, pero no eres nada más que una niña mimada —escupió Hazel, tomándola por la muñeca—. ¡Abre los ojos! ¡La gente muere aquí!

—Tú no sabes nada.

—Sé que sabes la dirección correcta para salir de aquí, que eres la pista para que todos podamos volver a casa.

—No hay manera de regresar a casa, no una vez que has atado tu alma a este sitio —murmuró Vera, soltándose de su agarre con una expresión de asco.

—Puedes salvar a quiénes no lo han hecho —suplicó, mirándome de reojo.

¿Hablaba de mí? ¿Realmente quería salvar al monstruo sin sentimientos que había dejado morir a la única cosa que la había hecho feliz? O, quizás, yo sólo era un medio para un fin y ella buscaba salvar a alguien más, pero ¿a quién?

Los dedos de Vera buscaron los míos y entrelazó su mano con ella, en un gesto de intimidad que no significaba nada para mí. Pero ella me había pedido que le permitiera amarme, por lo que recibí su gesto y apreté su mano. Estaba sudorosa y temblaba en la mía, tan pequeña como para destrozarla con un apretón lo suficientemente fuerte.

Sombras en la NieblaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora