Prólogo

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Esa noche era espesa, como el petróleo. No había luna ni estrellas. Sólo el ruido de las cigarras se podía oír en la quietud de la noche. Era tranquila, como cualquier otra, pero diferente en su propia naturaleza.

El ruido de pasos arrastrándose en la hierba, rompió la paz instaurada. Alguien lanzó una maldición luego de pisar barro y otro gritó cuando algo le rosó el brazo. Todos estaban nerviosos pero nadie quería admitirlo.

Quien lideraba el grupo, marcaba el paso firme que los demás debían seguir. Se suponía que sería una aventura, una noche de rebeldía para escapar del tedio de la rutina. Estaban mal, equivocados, ahogados en esperanzas inútiles que no los llevarían a ningún otro lugar que a su perdición.

—Vale —comenzó una de las presentes—, ¿no es aquí el lugar?

—No —contesto quien lideraba—, es un poco más adelante.

Continuaron la marcha en silencio. Una marcha fúnebre sin querer serlo.

Sentían frío, con la ropa pegada a sus cuerpos por la humedad proveniente de la niebla que cubría los bosques con regularidad. Uno de ellos estornudó y otro se llevó las manos a la boca buscando tener algo de calor.

El menor de ellos tropezó con una raíz que estaba demasiado superficial y cayó al suelo, donde comenzó a llorar.

—Vamos, no te preocupes —susurró una chica, agachándose para ayudar al niño a levantarse—. No te sucedió nada. —Le dio la mejor de sus sonrisas y le limpió la cara con la manga de la chaqueta.

—No te detengas, Maya —le indicó una chica que pasaba por su lado en ese momento.

La castaña envolvió la mano del infante con la suya y lo ayudó a seguir el camino. No debía perder de vista la luz de la linterna o se perdería en la inmensidad del bosque y con eso tendría una muerte segura. Ya había habido casos de gente extraviada, incluso durante el día. Nunca se descubrieron los cuerpos.

Observó el grupo de personas que constituían la extraña marcha nocturna. Podía ver un par de adultos, niños y adolescentes. No sabía que los había llevado a ellos a esa pequeña aventura, pero las razones no debían de estar muy lejos de la suya propia.

Sus ojos se apartaron hasta quien los lideraba, sosteniendo la precaria linterna en sus dedos, y la duda de si estaba haciendo lo correcto le asaltó. Ya no estaba del todo segura.

Avanzaron un par de metros más allá hasta que el grupo se detuvo. Maya le dio un apretón a la mano del pequeño, la cual se mantenía aferrada a la de ella, como si eso fuera a evitar que algo malo le sucediera. Podía sentir el sudor y el nerviosismo, pero no dijo nada. Simplemente se dedicó a mirar hacia donde quien los lideraba se había girado a encararlos tan abrupto que un par de presentes tropezaron entre ellos.

Lanzó una exhalación en una pequeña nubecilla blanca por las bajas temperaturas, y se dedicó a mirar los rostros cansados y asustados de los que esa noche se habían reunido. No quería cometer errores, ya los había hecho en el pasado y eso pudo haberle costado muy caro. No lo creía, esta había sido una buena caza.

Convencerlos de venir había sido lo fácil pero lo siguiente siempre era a lo que nunca se acostumbraba. El movimiento del follaje, los pasos lentos y pesados, imposibles de no detectar debido al ruido que producían de succión sobre el barro y las ramas siendo quebradas. Pies desnudos, descalzos, tan curtidos por el tiempo que se habían vuelto inmunes a la naturaleza, se acercaban cada vez más al pequeño grupo.

En un principio nadie dijo nada, pero el terror es algo fácil de esparcir, como un virus dentro de una sala de clases. Bastó un pequeño grito para que se iniciara la histeria colectiva. Maya fue la única que mantuvo la calma y aferró al pequeño en sus delgados brazos, protegiéndolo de lo que fuera que se acercaba.

Eran las doce y media de la noche cuando un grupo de personas, llenas de esperanzas falsas y promesas vacías, desaparecieron en medio de un bosque sumergido en la niebla más espesa, en una noche sin luna ni estrellas.

Sus cuerpos, nunca fueron hallados.

Sombras en la NieblaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora