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CARSON

"Llevo una tumba en mi interior que dice,
bah, deja que ganen los otros, déjales
ganar, dejadme dormir, la sabiduría
está en la oscuridad."

CHARLES BUKOWSKI



Cuando me incorporé las costillas me palpitaron furiosamente donde los cardenales aun frescos tenían un natural color púrpura. Inconscientemente, hice una leve mueca de dolor cuando me llevé la mano a la zona afectada, pero procuré que no me escuchara.

Era consciente de que infligirme dolor la complacía, y a pesar de que muchas veces solo quería echarme a llorar, no lo haría, jamás le daría más placer del que estaba obligado.

La mujer dormía a mi lado, con las facciones relajadas y el cabello rubio esparcido por la almohada, completamente desnuda e ignorante de las turbios pensamientos que me envolvían en aquellos momentos de impotencia y desesperación.

Me costaba imaginar como una mujer tan hermosa podía ser tan cruel y despiadada, como había logrado que la aborreciera y que me aborreciera a mí mismo por lo que me hacía; como cada día que pasaba sentía más asco de mí mismo, de permitir que me tocara, pero mucho más por desearla igual que la detestaba.

Yo mismo me asustaba de la dirección que podían tomar mis pensamientos, como a veces sentía como la rabia y la impotencia me llevaban a la fugaz idea de terminar con su vida, sobre todo cuando ella ni siquiera me consideraba una amenaza. Sería tan sencillo como coger la navaja suiza que siempre descansaba sobre su escritorio y clavarla en su pecho, justo a la altura del corazón o quizás rebanarle el cuello y dejar que se ahogara con su propia sangre.

Pero sabía que el siguiente en morir sería yo, y posiblemente también Olivia. Entonces todo mi sacrificio no habría válido para nada.

Ya había pasado un mes, un maldito mes desde que nos habían secuestrado, un mes desde que aquella mujer de la que ni siquiera conocía su nombre, pero que había arruinado mi vida sin darme cuenta, dominaba cada aspecto de mi vida, permitía que me follara a su antojo u otras veces solo buscaba castigarme.

Aun recordaba la primera vez que me usó, si así podía llamarlo, todavía recordaba la impotencia y la rabia, la tristeza y la frustración. Como había vomitado hasta que no me quedó más que bilis y sin lágrimas que derramar por el asco y el horror.

Me pasé la mano por el cabello, retirándomelo hacia atrás con irritación antes de coger un cigarrillo de su cajetilla, después me lo llevé a los labios y lo encendí, aspirando el humo que pronto inundó mis pulmones y relajó mis músculos.

Se había vuelto la única droga que podía consumir en aquellas cuatro paredes que se habían vuelto mi cárcel.

Automáticamente, me tensé al sentir como sus brazos rodearon mi cuello y sus manos acariciaron mi pecho. Tragué la bilis que ascendió por mi laringe y me obligué a respirar cuando sus pechos se aplastaron contra mi espalda.

Mi primer impulso sería apartarla, pero me obligué apretar el puño hasta que las uñas se me clavaron en la palma de la mano.

Me humedecí los labios resecos e inspiré.

—¿Pue-puedo irme ya, por favor? —le pregunté en un susurro estrangulado.

—¿Por qué quieres irte tan pronto? —ronroneó ella con la voz cargada de condescendencia y diversión.

Expulsé el humo por la nariz lentamente y vacié mis pulmones de aire.

—Estoy agotado —me limité a responder.

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