—Él me atacó —me apresuré a aclarar, aferrándome con fuerza al mullido cojín donde estaba sentado, ocultando el miedo que comenzaba a sentir hacia ese hombre.

—No deberías temerme —aclaró, dejando el espécimen sobre una bandeja en su escritorio, la que no había visto antes—. Te sané, ¿no? Pero, como pago, necesito que te quedes como un buen niño en ese lugar. Quizás, yo pueda también ayudarte con tus dudas.

Asentí con la cabeza y dejé ir la presión en mis dedos. Incliné mi espalda contra el respaldo y dejé escapar un suspiro. Volvía a estar cansado repentinamente.

—El veneno fue algo difícil de tratar. Eres el primero, sin embargo, que veo sobrevive a la criatura que rasga la realidad. —Volvió al paciente en la silla, el que ahora babeaba y balbuceaba cosas sin sentido—. Eso, sin contar, que te deshiciste de uno de mis pacientes.

Las imágenes de la pelea volvieron en una sucesión rápida a mi mente. Mi respiración y corazón se aceleraron al recordar lo que se había sentido terminar con una vida humana, cosa que también me gritaba que algo malo pasaría ahora que había roto mis reglas por completo.

Lo que me había diferenciado de un adicto al control en la muerte, era que no la había probado hasta ese momento. Antes de eso, era igual a un alcohólico en potencia; una vez que prueba el primer vaso, el primer trago, no hay vuelta atrás.

—Estoy sorprendido, debo decir —añadió.

—Él me atacó —repetí.

—Eso ya lo sé.

—Pero dijo que yo soy alguien que no soy.

—¿No lo eres? —rio, soltando las herramientas en la bandeja junto con otro trozo de cerebro—. Duncan siempre hablaba de un hombre que lo acosaba, que le susurraba cosas horribles al oído y lo observaba por la ventana dormir. Nadie le creyó, hasta que llegó a mis manos. Yo le creí, por supuesto, pero no podía decirle que lo hacía. Supongo que eso era lo que necesitaba para no quitarse los ojos y luego volverse un demente.

—¿Le creíste y no dijiste nada?

—No me malinterpretes —murmuró, limpiándose las manos y acercándose a mí, dejando a un hombre retorciéndose en su silla detrás de él—; yo le creí sobre sus alucinaciones, pero no eran más que eso.

—Pero dijo mi nombre.

—Dijo un nombre —aclaró, lanzando la toalla a un rincón de la habitación.

Desde el arco que daba a la habitación, una enfermera apareció. Vestía uno de esos trajes apretados que llegaban hasta medio muslo y una de esas cofias con la cruz roja en la parte delantera. Su rostro estaba cubierto por un velo cocido a su frente y el cabello oscuro lo tenía atado en una coleta muy tensa. Llevaba una bandeja en las manos, la que dejó a mi lado y se fue con una reverencia, tomando la toalla sucia del suelo antes de desaparecer por el arco.

—Dijo mí nombre —mascullé, dándole énfasis a la segunda palabra.

—Blaise, para este momento ya deberías saber qué es este sitio —dijo con tono condescendiente, levantando la tapa metálica de la bandeja para dejarme ver el estofado que había debajo—. Come, prometo que no es humano.

Apreté los dientes y asentí, tomando la bandeja para ponerla en mis piernas y comenzar a comer. Debía admitir que estaba delicioso y que no tenía ningún sabor extraño.

—Pocos llegan hasta esta profundidad del pueblo y muchos menos logran hablar conmigo, pero me alegro de que lo hicieras. Siempre es agradable tener mentes frescas aquí.

Hablaba como un maniaco, pero su tono de voz era el de un hombre serio y respetable. Temía que pudiera hacerme algo o que la comida si fuera de origen humano, pero tampoco tenía nada que hacer en contra de ello. Aprovecharía de escuchar lo que tuviera que decirme y responder sus preguntas, mientras buscaba una forma de escapar.

Sombras en la NieblaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora