60 - Sala de espera

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—¡Ese estúpido! —exclamó mamá a mi lado. Estábamos sentados en la sala de espera de la Urgencia, aguardando novedades. La cirugía se extendía ya por varias horas y en el intertanto la policía había tomado nuestras declaraciones (en mi versión la pandilla había atacado a mi padre por sorpresa) y la recepcionista me había hecho pasar a un box para que trataran la herida de mi tobillo, que ahora se hallaba envuelto en una gruesa venda, procedimiento que habían acompañado de una inyección de vacuna antirrábica. 

—¿Puedes al menos por esta vez no hablar mal de él? —murmuré molesto.  Acaba de explicarle lo del seguro de vida.

—¡Ese estúpido! —insistió ella extrayendo un pañuelo desde su cartera—. ¡Ese noble y sentimental estúpido! ¿Cómo pudo, Dios mío? ¿Cómo pudo?

Nunca he sido de aquellos que hablan en momentos de dolor. Mi forma de enfrentar la tristeza ha sido siempre encerrarme en mí mismo y buscar soledad. Mi madre, por el contrario, no lograba quedarse callada.

—¿No te había dicho nada de sus planes? ¿no te contó? 

—Ojalá me hubiese dicho. ¡No necesitaba hacer esto, no era lo que yo quería! —dije sintiendo el nudo en mi garganta traspasarse como un ardor a mis ojos, que oculté en mis palmas—. ¡Es mi culpa!

Su gruesa mano se apoyó en mi espalda.

—No, no es. Tu padre siempre tomó decisiones cuestionables, hijo, siempre. Su cabeza nunca ha funcionado como la del resto. Pero su cariño por ti... ese fue siempre el hilo conductor de todas sus acciones. —Bajó la cabeza y se quedó pensativa unos segundos—. Por eso te dejé con él.

Saqué el rostro de entre mis manos y la miré interrogante.

—Cuando me fui de la casa, me refiero. Quería llevarte conmigo, en lugar de dejarte con ese... ingenuo, ¡pero tú lo querías tanto! Los hubiese matado de pena a ambos, eran uña y mugre. En cambio a mí... a mí nunca me quisiste.

Esas últimas palabras se ahogaron en su enorme pecho, que empezó a saltar en estertores de llanto. Bajé la vista culpable y, tras un breve titubeo, ensayé abrazarla. Ella me rodeó con el brazo y llevó mi cabeza a su pecho, una sensación en iguales partes agradable e incómoda, pues ella y yo nunca fuimos de tacto.

—Te quería, mamá, pero no te dejabas querer.

—Sí sé... —volvió a secarse las lágrimas y se sonó sonoramente—. Pero alguien tenía que ser la estricta, exigirte para que fueras alguien, para que llegaras a la universidad. ¿Entiendes? Para que fueras más que nosotros. ¡Y mírate! ¡Saliste tan bien! ¡Estoy tan orgullosa!

—Orgullosa... —repetí mirando mi tobillo vendado. No veía de qué podía sentir orgullo. Había fracasado en todo: mis malas decisiones, mis quejas por mis tontos problemas y mi estúpido amor propio habían llevado a mi padre al suicidio. No había nada de qué enorgullecerse.

Me puse de pie con ayuda de una muleta y salí de allí con la intención de tomar aire. Afuera aún estaba oscuro. Hubiese querido encontrar un lugar tranquilo y solitario donde sentarme bajo un frondoso árbol, pero al antiguo hospital público en que nos hallábamos solo le rodeaba una mezcla inhóspita de pavimento, ruidosa maquinaria de ventilación, rejas y vehículos transitando la avenida aledaña.

Vagué sin rumbo hasta dar con una pequeña capilla situada en un rincón del terreno y entré en ella. Nadie en mi familia era cristiano, ni lo había sido mi colegio, así que no sabía exactamente qué hacer allí dentro, por lo que simplemente me senté en la última fila y miré en silencio la sencilla figura de madera en la cruz. A esa hora no había nadie más y la silenciosa intimidad del recinto fue entregándome una suave y triste sensación de paz. Cerré los ojos, volviendo mentalmente a mi infancia, a esa época en que aún era demasiado pequeño para ver o entender las cosas malas que me rodeaban, cuando mis papás eran todo mi mundo y mis problemas cabían en sus brazos, y deseé que ese dulce momento durara para siempre.

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