44 - Baila conmigo

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Nos volvimos sorprendidos. Sara se aproximaba desde atrás nuestro, mirándonos con desconfianza. Se había puesto un vestido negro de manga larga sin hombros.

—¿Qué le dijiste en el restaurante? —insistió. 

—Tonterías que la han ofendido —expliqué vagamente.

—Tiene un talento especial para eso —acotó Adela en tono humorístico, para relajar el ambiente.

—Sí, lo sé —dijo Sara ofreciéndole una sonrisa de cortesía y me tiró de la mano para acercarme a ella.

Adela se disculpó explicando que iba a ver si el resto de sus amigas estaban listas para partir y se perdió al interior de la casa. Sara la observó alejarse y luego se volvió hacia mí.

—En serio. ¿Qué le dijiste? ¿De qué estaban hablando?

—Son temas personales, Sara. No es asunto tuyo.

—¡Claro que es asunto mío!

—¿Por qué?

—¡Tengo derecho a saber! Soy tu novia.

—Pues recuerda eso la próxima vez que me mandes a la mierda por intentar tocarte.

Sara soltó mi mano de golpe con expresión ofendida.

—¿Sabes qué? Me voy a la fiesta con ellas. Tú diviértete solo.

Sara dio media vuelta y se metió a la casa a paso firme. Apoyé la frente en la baranda y suspiré. Bonito comienzo para mi fin de semana.

***

Di un largo trago a mi vaso de alcohol y miré alrededor, aburrido. A esas alturas la fiesta ya estaba en pleno apogeo y mis compañeros saltaban animadamente al ritmo de los temas de moda, pero yo permanecía apoyado en la barra, bebiendo solo.

Sara se había unido a un grupo de amigas y amigos que al parecer le eran cercanos y danzaba con ellos al otro lado del salón, ignorando olímpicamente mi presencia las veces que pase por allí con la excusa de ir al baño.

Tampoco contaba con Cintia ni Javi, mis únicos salvavidas para esas ocasiones sociales: él se había ido a la cama temprano con un dolor de cabeza y Cintia lo estaba pasando tan bien que ni siquiera había reparado en mi presencia.

Más cerca las princesas bailaban en grupo, cotorreando, bebiendo y rechazando galanes que intentaban unírseles, aunque hacía un rato Adela había desaparecido de entre ellas, lo que era a la vez una lástima y un alivio, porque verla bailar era una dulce tortura que, por más que intentaba distraerme con otras cosas, no lograba evitar admirar. Un par de veces la vi mirar en mi dirección, pero siempre desvió sus ojos apenas se encontraron con los míos. Aunque danzaba con gracia, la notaba pensativa, sonreía a sus amigas con desgano y bebía con frecuencia. Luego les dijo algo al oído y se alejó, supuse que para ir al baño, pero no volvió más.

Una chica, cuyo nombre no recordaba, se paró frente a mí, mirándome directamente a los ojos.

—No tengo ganas de bailar —le dije de inmediato. No era el momento.

—Perfecto, porque lo que necesito es que te quites. Quiero hablar con el bartender.

Me giré hacia la barra. El cantinero estaba apoyado en ella, riendo a mis expensas. Sequé mi vaso de un trago, lo dejé en la barra y salí del lugar muerto de vergüenza.

Afuera la brisa marina me entumeció al instante. Algunas parejas se besaban apasionadamente en la oscuridad, otros fumaban, charlaban o se habían quedado dormidos en las reposeras alrededor de la piscina. Cerré mi chaqueta y extraje un gorro del bolsillo, que me calé hasta los ojos. Había bebido más de la cuenta y sentía como si mi cuerpo y mi mente estuvieran desfasados un par de segundos. Me encaminé con paso inseguro a la calle, intentando lucir natural, debatiéndome entre pasear un rato por la playa o irme directamente a la cama. Al llegar al acceso del complejo de cabañas, que estaba rodeado por una tosca valla de maderos horizontales de no más de un metro de alto, noté una silueta apoyada contra ella. Se trataba de Adela.

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