11 - Perro bruto

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Javi echó la cabeza atrás y soltó una enorme carcajada, prácticamente un aullido, aplaudiendo a la vez para magnificar el efecto.

—¡Ah ja ja! ¡Realmente te cagó Araneda!

—No le veo la gracia —respondí, revolviendo una sopa de tomates desganadamente.

La algarabía de Javi atrajo la atención de Cintia, que estaba en otra mesa almorzando con uno de sus tantos grupos de amigos. Ella se acercó a averiguar qué pasaba.

—¿Parece que me estoy perdiendo de algo bueno? —dijo quedándose de pie.

—¡Épico! ¡Espera a saber lo que le hizo Araneda a Gabriel! ¡Siéntate!

—Solo si Mister Polvorita está de acuerdo —dijo ella, lanzándome una mirada significativa. Incliné la cabeza extrañado, hasta que recordé el incidente con Sara. No me había percatado hasta ese momento, pero Cintia no se había vuelto a sentar con nosotros desde que les grité por burlarse de mí. Aparentemente era más sensible de lo que su carácter despreocupado aparentaba.

—Sí, tranquila, ya es seguro sentarse. Mi capacidad explosiva está agotada. Perdón por gritarles el otro día.

Su sonrisa pasó de dudosa a sincera y se sentó en el acto, dando saltitos en la silla —¡Ya, cuentenme! ¡Quiero saberlo todo!

Javier transcribió para Cintia mi odisea con Adela de La Fuente, agregando toda clase de florituras y exageraciones para hacer el relato más sabroso. Cintia escuchó embelesada, interrumpiendo cada tanto con preguntas y emitiendo risitas histéricas cada vez que se acercaba a algún punto de inflexión del relato. Mirando alrededor, descubrí a Sara sentada almorzando sola en una mesita al fondo de la cafetería, aún leyendo su libro de Murakami.

Al llegar al remate del relato, Cintia dio un alarido y se largó a reír a pata suelta, dando palmadas en el hombro a Javi.

—Míralo por el lado amable, Villagra: ¡En una de esas se enamoran, se casan y pasas de un salto al estrato ABC1!

—Difícil lo veo: en el barrio alto solo se casan entre primos —dije, robándole el pan en castigo y poniéndome de pie—. Ahora, si me permiten, hay alguien más con quien debo disculparme.

—¡Bueno, entonces yo me encargo de tu sopa, Gabriel de La Fuente! —gritó Javier a mis espaldas. Estuve a punto de tirarle el pan en la cara.

Me aproximé a Sara como un depredador se acerca a un nervioso animal de presa, procurando pasar inadvertido hasta el último segundo, pero algún instinto antílope en ella le hizo levantar la vista justo cuando estaba a dos mesas de alcanzarla. Apenas descubrió mi presencia puso el libro boca abajo y se inclinó sobre su plato, apurando las cucharadas como si pudiese terminar su comida e irse antes de que yo diera los cinco pasos necesarios para alcanzarla.

—Hola Sara, ¿puedo sentarme contigo? —dije una vez a su lado. Ella dejó su cuchara y juntó las manos ante su plato, sin mirarme.

—¿Para qué?

—Para disculparme. ¿Puedo?

Sara arrancó un trozo de pan y limpió con él los restos de su sopa de tomates, para llevarlo a continuación a su boca y masticarlo pensativamente. Luego, dando un suspiro, indicó la silla delante suyo.

Tomé asiento frente a ella y ensayé una sonrisa, pero no hizo ningún intento por devolverla; solo apoyó un codo en la mesa, la barbilla en su mano y me quedó mirando con aire expectante. Solo entonces me di cuenta de que no había preparado ninguna disculpa y que no tenía idea por dónde comenzar. Decidí partir por la tangente.

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