9 - Desmadre

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Héctor se frotó la cara por vigésima vez, acompañando el gesto de un gruñido exasperado.

—A ver, es que no entiendo el gráfico. ¿Por qué la resistencia primero sube y después baja?

—No, no, lo estás leyendo mal —dije, intentando no emitir un suspiro de frustración. Definitivamente no me sentía de ánimo para esto—. El eje X no es una línea de tiempo. Es el nivel de carga. Pasado este umbral, el material pasa de su punto elástico al inelástico y finalmente colapsa. ¿Entiendes?

—Ah, claro. Entiendo... —Su expresión facial decía otra cosa. Esto no iba a resultar.

—Mira... ¿te parece que lo dejemos hasta aquí por hoy? La próxima clase te voy a traer unos ejemplos prácticos para que entiendas lo que estamos hablando de manera más intuitiva, yo creo que eso te va a ayudar harto.

Sus ojos se iluminaron, ignoro si por mi nueva estrategia educativa o por la perspectiva de terminar la clase anticipadamente.

—¡Me parece perfecto! Gracias Gabriel por tu paciencia, aunque no lo creas siento que progreso —dijo, poniéndose de pie y empezando a guardar las cosas en su mochila—. ¿Quieres que te vaya a dejar?

Ahora fueron mis ojos los que se iluminaron. El recorrido en transporte público a la casa de mi papá tomaba por lo bajo una hora e implicaba largos recorridos, esperas y transbordos, además de una caminata de más de quince minutos, que podía alargarse aún más si me veía obligado a rodear ciertos callejones que a esa hora era recomendable evitar.

Estuve a punto de aceptar, hasta que imaginé a Héctor viendo el barrio y la casa en que vivía. Él seguramente tenía tantos problemas económicos como yo, pero aún así prefería evitarme la humillación.

—Con que me acerques al metro me basta —dije, fingiendo un tono casual—. Te desviaría demasiado.

—¿Seguro? O te puedo dejar en un punto intermedio.

—¡Ok, hagamos eso!

El Hectormóvil, como le llamaba a su decrépito Nissan Sentra del año 90, varias de cuyas latas no correspondían al color original del auto, era un verdadero chiquero en que se mezclaban sin orden ni vergüenza envases vacíos de comida, materiales de maqueteo, frazadas, juguetes de bebé y alguna sustancia en putrefacción que me obligó a abrir la ventana —forcejeando con la manilla, que se resistía con todas sus fuerzas— para hacer el ambiente interior respirable. Él parecía no percibir el hedor. Con todo, su acarreo me ahorró casi media hora de viaje, así que me despedí agradecido.

Llegando a casa, un auto de color azul eléctrico estacionado afuera captó mi atención. Era el de mi madre. Y peor aún, ella estaba adentro. Al verme, descendió rápidamente y caminó hacia mí. Consideré girar sobre mis talones y buscar una banda de delincuentes para que me asesinaran de una vez. Entre el incidente de la cafetería, el del parque y ahora esto, el mundo parecía empeñado en alguna especie de vendetta en mi contra.

—¡Gabriel! ¡A la horita que llegas! Ábreme la puerta de la casa, por favor. ¡Tu padre se niega a abrirme! El pelotudo cree que no me doy cuenta que está adentro ¿Para qué cambiaron las chapas? —dijo sin siquiera saludar. Clásico de mi madre.

—El motivo está parado delante mío.

—Abre la puerta, Gabriel —insistió, ignorando mi comentario—. Necesito hablar con el tarado de tu padre.

Me hubiera gustado negarme, pero entonces ¿qué hubiera hecho? ¿Quedarme de pie en la calle? Abrí la alta reja que enjaulaba el minúsculo patio frontal (medida habitual en nuestro barrio para minimizar los intentos de robo) y luego las múltiples chapas de la puerta de calle. Mientras lo hacía, noté que el ojo mágico pasaba de opaco a transparente. Mi padre había estado espiando toda la situación y ahora seguramente preparaba su retirada. Le tenía terror a mamá.

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