—En mi bolso.

Salió a la habitación en busca de la botella. Yo, entretanto, terminé de asearme, me sequé con la toalla y salí de vuelta a la habitación. Apenas crucé el umbral me quedé congelado.

Sara se encontraba de pie junto a mi bolso, estática, su mirada grave clavada en mí. Supe de inmediato que estaba en problemas.

—¿Qué es esto? —dijo levantando lo que sostenía. Había fuego en sus ojos. Cuando comprendí lo que era, sentí el piso desaparecer bajo mis pies.

El smartphone que Adela me había regalado.

—Un teléfono... —respondí con tono casual, como si no entendiera la pregunta.

—¡El teléfono de Adela!

—De su hermana.

—¡Que supuestamente era sólo un préstamo! —Levantó la voz y lo sacudió en el aire, tan fuerte que temí que saliera volando—. ¡Oculto en tu bolso!

—No lo quiso de vuelta y lo guardé porque me sirve para tomar fotos para la universidad. Eso es todo.

Me miró con desconfianza y lo levantó con la pantalla hacia mí.

—Desbloquéalo.

Lo tomé, puse mi huella digital y se lo devolví para que lo registrara. Tras navegar unos minutos alzó la vista. Podía ver que estaba algo confundida.

—¿Ves? Ni siquiera tiene chip. Solo lo uso por la cámara.

—Para tomar fotos de Adela... —su acusación llevaba poca convicción.

—No, de nuestro proyecto. Ella sólo estaba allí. Sara... —quise tocarla, pero me hizo el quite.

—Si eso es todo ¿por qué lo ocultaste?

—Porque no quería hacerte sentir mal. No quería que creyeras que despreciaba tu regalo. Y no quería ponerte celosa.

—Debiste confiar en mí... —dijo en tono compungido.

—¿En serio? Casi matas a Adela allá afuera solo por tropezarse conmigo.

Quiso responder algo, pero se quedó sin palabras y se limitó a soltar un suspiro. Vi toda su resistencia desmoronarse. Se dejó caer sobre la cama y ocultó el rostro en sus manos.

—Sí sé... la cagué. Perdón.

Me senté a su lado. Ella sacudió la cabeza.

—No sé qué me pasa. Sé que prometí confiar en ti y te juro que trato, pero cuando los veo juntos... —se quedó con la vista perdida en la distancia.

—Está bien, Sara, no importa. Ya pasó —dije acariciando su pelo, aguijoneado por la culpa. Tenía toda la razón de desconfiar. Lo que estaba ocurriendo era mi culpa.

—¿Me odias? —preguntó.

—¡Claro que no! ¿Cómo se te ocurre preguntar eso?

—¿Entonces me perdonas? —Tomó mis manos.

—Sara, no hay nada que perdonar.

—¿Y aún me quieres? —acercó su rostro al mío, con mirada suplicante.

—Tampoco necesitas preguntarlo —respondí besando su frente.

—¿Aunque sea una tonta celosa?

—Mientras no apuñales a nadie, claro.

Rio despacito mirándome a los ojos y apoyó la cabeza en mi pecho, costumbre que simplemente adoraba. La rodeé con mi brazo y deslicé mis dedos lentamente por la piel de su espalda. Ella recorrió con su mano mi pecho. La habitación estaba bastante más fresca que afuera y teníamos la piel de gallina. Nos acariciamos lentamente por un buen rato, sintiendo solo el sonido de nuestras respiraciones y las olas de fondo.

Tomé su rostro en mis manos y la besé suavemente. Ella hizo lo mismo, mordisqueando y dando lamiditas ocasionales a mis labios. Se deslizó más adentro de la cama y se reclinó hacia atrás, jaládome para que me inclinara sobre ella. Nuestros besos se hicieron cada vez más intensos, nuestras manos se volvieron más inquietas, nuestra respiración más agitada.

—Te amo —susurró en mi oído, dándole un mordisco.

Besé su cuello, su mandíbula, su barbilla. Subí por sus labios, su nariz, sus ojos. Sentí su mano tomarse de mi pelo. Me retuvo muy cerca de su rostro y me miró intensamente a los ojos.

—Te amo, Gabriel.

Con una sonrisa besé sus labios y su cuello y me fui deslizando hasta su pecho. Busqué a tientas el nudo del bikini en su espalda y tiré de él para desatarlo. Ella puso sus manos en mis hombros... y me separó de sí.

—Dilo.

La miré confundido.

—¿Ah?

—Dímelo Gabriel.

—¿Decirte qué?

—Que me amas. No lo has dicho ni una vez.

Me quedé estático mirándola a los ojos. Tenía razón, jamás lo había hecho. Todas esas veces que ella me había expresado su amor, lo había tomado como algo natural, un regalo que recibía agradecido, no un gesto que debía replicar.

No había problema, era una solicitud sencilla. Nada del otro mundo. Decirle que la amaba. Así de simple. Vamos, Gabriel, hazlo. Díselo.

Pero nada salió de mis labios.

Sus ojos, fijos en los míos, empezaron a llenarse de lágrimas y sentí el pánico apoderarse de mi vientre. No quería hacerle daño una vez más, no quería que sufriera, pero era como si hubiese una barrera invisible entre mi mente y mi boca. No podía decirlo. No era capaz.

—¡Gabriel! ¡Por favor! ¡Dime que me amas! —Se incorporó, tapando su pecho con un brazo. Su mirada era incrédula y las lágrimas ahora corrían libres por su rostro.

—Sara... —intenté tocarla, pero retrocedió hasta la cabecera.

—¡GABRIEL! ¡DÍMELO!

Bajé mis pies de la cama y me senté al borde. Dejé ir un enorme suspiro. Se hizo un silencio eterno.

—No puedo —admití finalmente.  


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Próximo capítulo: domingo 8 de diciembre.

Selección MúltipleWhere stories live. Discover now